miércoles, 24 de marzo de 2010

Anexo 1: Me gustaría contar una historia

“Me gustaría contar una historia. Sentarme a hablar como si tuviese nietos sentados cerca y contarles algo. Me gustaría hablarles de algo que pasó algún día, algo que quizá podría pasarles también a ellos. Tener algo que contar. Hechos que poder reproducir ordenadamente y que se vayan siguiendo unos a otros así como esas imágenes donde se ven bandadas de patos volando ordenadamente quién sabe a dónde. Pero no nací con esa cualidad. Apilo las palabras como si metiera en un tarro un montón de ropas sucias. O como si tratase de ordenar sobre un banco un montón de colillas de cigarros a medio terminar. Entonces debo improvisar, hacer algo para que mis nietos no se alejen y no quieran volver a visitar a su abuelo a este lugar tan feo.
No sé si hablar. Les digo. No sé si valga la pena intentar decir algo que no comprendo claramente, pero ahí les va. Se me fue la vida. Les digo. Se me fue hace tiempo en todo caso. No intenten ser amables y buscarla bajo la cama o en aquel vaso con agua que está junto a aquellas flores. Siempre estuvo alejándose de a poco en cuánto yo la perdía de vista. Porque uno no mira siempre a la vida. A veces se intenta tantas veces que terminas por cegarte y sólo ver manchas. Porque la vida es luminosa, saben. Pero tiene una luz extraña. Una luz que de pronto buscas y ya no es la misma de antes, y te llena de sombras. Y te acostumbras a las sombras. Porque basta a veces ver en penumbras y descansar la vista en la oscuridad. Y detenerte.
Fui joven un día. Y amé. Amé como si en vez de joven hubiese sido siempre un niño. Y como un niño que pierde su juguete favorito perdí entonces el amor. No porque hubiese dejado de amarlo o me fuese menos importante. Lo perdí porque amaba demasiado todas las cosas. Y también porque con esto, no supe amar nada. Sé que suena extraño, pero comprenderán un día. El problema es que siempre comprendemos cuando ya hemos perdido. Cuando el daño está instalado y el amor atrás.
Tuve sin embargo la suerte de volver a amar. O la gracia. Vi como se acercaba la vida nuevamente y se ordenaba frente a tus ojos. Como un viento suave que te despierta y te hace sonreír. Pero pasó el tiempo. Pasó el tiempo y el nuevo amor me supo a nada, o a muy poco. Volvía mi vista atrás y soñaba con un sabor perdido. Como aquella historia de la mujer que mira atrás y se convierte en sal, o esa del músico que fue a buscar a su amada muerta y no puede evitar mirarla y la pierde nuevamente. Aunque acá todo era al revés, yo quedaba rígido, en pie, mientras el mundo se venía abajo de golpe, como si todo se me revelara como montones de barro. Como si nadie hubiera soplado nunca sobre ellos.
No comprendí entonces que el amor podía estar ahí delante nuevamente. No comprendí que el sabor estaba y era yo el que no podía percibirlo claramente. Perdí también esos amores. Ya no como un niño puesto que los fui perdiendo poco a poco, y un niño, ingenuamente quizá, pero lucha y llora por lo que ama. Yo en cambio dejé que se fueran porque no supe ver en ellos. Dejé que se fueran y me sorprendí cuando vi que mis ojos ya no botaban lágrimas. Me sentí grande, y fuerte. Traté de amar a mí manera a todo lo que me rodeaba. Pero saben una cosa. No se puede amar cuando se es grande y fuerte. No se puede amar cuando uno sabe que ha perdido algo y lo sigue sintiendo de alguna forma. No se puede amar cuando uno es fuerte.
Hoy quizá por razones ajenas a mi voluntad he vuelto a ser débil. Así como me ven hoy día. Hoy que estoy aquí postrado en una cama y la enfermera se enoja porque no pude contener mis ganas de orinar y mojé todo como si fuera un niño. Hoy. Hoy comprendo que esa debilidad, que esa debilidad que perdí en algún momento… hoy comprendo que esa debilidad era la vida. Y que la dejé ir. Que mientras yo buscaba respuestas, claridad o algo firme a que amarrar mis certezas… bastaba con abrirse y amar completamente. Que bastaba cerrar los ojos y volver a sentir algunos sabores. Cerrar los ojos para abrirlos verdaderamente. Sentir aquellos sabores por primera vez siempre.
Hoy también comprendo que estoy desnudo. Que fui colgando uno a uno los trajes de mi vida en el clavo más firme que encontré. Los fui colgando hasta que tuve frío y comprendí que estaba desnudo. Y nadie me iba a expulsar ahora de algún lado porque yo ya estaba fuera. Bailando en torno a un fuego que era la vida misma. Bailando todo el tiempo hasta que el fuego se apagó. Se consumió hasta las cenizas porque todos volvimos a acostarnos y creímos que podríamos volver a hacer ese fuego día a día. Pero perdimos el secreto: frotamos piedras, buscamos combustibles, rogamos por el rayo… Pero ya me ven aquí. No hace falta que les cuente el final de aquella historia.
¿Y saben? Hoy no lloro porque la vida se me fue. Lloro por no tener un hijo a quien ver buscar esa vida. Por inventarme nietos nacidos de hijas e hijos que nunca tuve. Hijos a quienes ver escarbar en la ceniza para encontrar las brasas que creímos apagadas. Hijos a quienes decirle que amen y que no miren hacia atrás. Un hijo a quien decirle te amo y besarlo por última vez en la frente y en los ojos antes de que llegue la noche para que no tenga miedo. Un hijo a quien decirle que deje de visitar a un viejo que ya comprendió y que a pesar de estar a pasos de la muerte está más cerca de la vida de lo que nunca estuvo. Un hijo a quien decirle que deje de visitar a un viejo que da las gracias porque el amor estuvo ahí y existió aunque lo dejó pasar. Un viejo que llora de alegría porque la vida existe al menos para otros. Y existe siempre. Un viejo que hoy llora como un niño nuevamente. Nuevamente y por primera vez.”

1 comentario:

  1. No estaba tan equivocada, aunque diría que es un secreto universal... o algo así. Como una reflexión obligada para quién se considera un ser humano. Mi reflexión es bastante más amplia, pero dispersa y no soy muy buena concretando, a veces

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