lunes, 17 de mayo de 2010

Samurai Ocaso: El ocaso de un samurai.


En una de las escenas cruciales de El ocaso del samurai, de Yoji Yamada, el protagonista de la historia, Seibei Ocaso, es enviado, contra su voluntad, a dar muerte a un samurai que se negó a hacerse el harakiri luego de la orden del clan.
Este último samurai, se encuentra en su casa, con muy mal aspecto, delirante, algo borracho, esperando por la muerte o lo que sea aquello que tiene que venir. Pero en vez de luchar, de olvidarse de sí mismos y enfrentarse directamente, surge un diálogo entre ambos personajes. Un diálogo que está marcado por la desdicha; un sufrimiento por un mundo íntimo y externo perdido que crea un vínculo entre ambos personajes, como si ambos, mostrasen un camino distinto, ante la misma pérdida, y ante un dolor similar.
Ambos tienen una historia similar, y ambos viven entre un mundo que cambia demasiado rápido y muere demasiado rápido, y ambos parecen, en parte, derrotados por ese mundo.
Por un lado está Seibei, un samurai que vive con sus dos hijas y su madre senil, incapaz incluso de reconocerlo. Sebei ha perdido a su esposa, ha entrado en grandes deudas, y ha descuidado su aspecto hasta el punto que sus compañeros de trabajo se incomodan con su mal olor y con su aspecto de caído. Trabaja en una oficina por muy poco salario y todos desconocen que fue en su momento, un hábil samurai. Sólo ven a ese hombre deslucido que siempre se niega a acompañarlos y parece olvidarse de sí mismo y aceptar todo aquello que lo aqueja como si nada hubiese que hacer con ello. Quizá por ello lo apodan a escondidas –aunque obviamente éste se hace prontamente su nombre público- Ocaso. Seibei Ocaso.
Seibei ha entendido, sin embargo, que el mundo cambió, y que él, o la parte de él que era más respetada, ha muerto también con aquel mundo. Sin embargo, lo que quedó de ese otro mundo, y su nuevo rol, Seibei ha aprendido a quererlo, a ser feliz –en la medida de lo posible, por supuesto-, viendo crecer a sus hijas, haciéndose cargo de las pequeñas plantaciones de su hogar y dejando de lado toda ambición, entre las que también se incluye, claro está, el volverse a casar o reconstruir su vida, de cualquier forma posible.
Quizá por esto último, y por miedo a que su mundo vuela a desmoronarse, Seibei llega a rechazar a la mujer que ama desde pequeño, pensando que ésta terminaría reprochándole lo mismo que su mujer anterior, y decepcionada por el bajo nivel de vida que podrían llevar juntos.
Este es el presente de Subei hasta el momento en que debe intentar dar muerte a ese otro hábil samurai, y donde sabe, puede morir. Intenta evitar el combate a pesar que le ofrecen incluso subir sus ingresos. Y es que un combate serio, como señala el propio personaje, el asesinato de un hombre, requiere ferocidad animal e indiferencia por la vida propia. Y este personaje carece de esas dos condiciones.
ES cierto, porque a pesar de lo que les parezca a los demás, Seibei no siente indiferencia por su propia vida. La acepta y la valora e incluso, antes de pelear con este otro samurai, intuye que algo puede cambiar… que de sobrevivir, quizá pueda comenzar algo nuevamente, no una carrera como samurai, está claro, pero algo que le permita crear también un nuevo mundo propio, por decirlo de alguna forma.
Es entonces cuando se produce el encuentro con este otro samurai.
Éste, a diferencia de lo que hizo con el anterior enviado a matarlo, lo espera y se dispone a conversar con él, mientras se sirve sake en una casa que parece la ruina de otro mundo. El aspecto de este samurai es extraño, casi parece un muerto, ha estado encerrado en su hogar y ya ha dado muerte a otro que fue a matarlo. Se mantiene fuerte sin embargo, seguro de sí mismo, aunque su expresión sea la de un desesperado –la desesperación es la esperanza de la sangre, creo que decía Heinrich Böll- y más, aún, conoce la historia de Seibei.
Es como si Seibei se hubiese encontrado consigo mismo, con una parte de sí que se ciega a ver cualquier salida, con su parte podrida, con aquello que debe extirpar de sí como cuando se saca la parte podrida de una fruta, o la manzana podrida de una caja.
Y es que la historia que le cuenta este samurai le hace comprender a Seibei que no es el único que ha sufrido… Este samurai –no he logrado recordar su nombre en todo este rato-, le cuenta a Seibei que perdió a su esposa, a su hija, a su señor, al mundo entero que lo sostenía, y que a pesar de haber sido fiel a cada uno de ellos, ahora le exigen que se quite la vida, aquello que es el único orgullo que le queda.
Esto cuenta ese hombre mientras está tirado en el piso untándose las cenizas de su hija, comiéndoselas, como un último signo que señala que la muerte ha llegado, que aquello está totalmente perdido.
Seibei se ve obligado entonces a reconocerse en aquel hombre, a comprenderlo, a ser honesto también con él, y es en esta honestidad donde el otro no acepta verse y Seibei termina viéndose obligado a la disputa. Quizá por eso esta pelea haya sido una de las mejores que he visto, porque lo que se opone en ella son dos hombres aplastados por un mundo, dos hombres hechos jirones luchando por causas totalmente distintas, contrarias… dos fuerzas que son también las opciones de un hombre cuando aquello que amaba y que lo rodeaba se ha venido abajo.
Obviamente no contaré más detalles ni el final de la pelea por si alguien desea verla y no enterarse del desenlace.
Yo, entre tanto me quedo con otro, con las palabras de su hija que toma el papel de narradora en esta historia y que resume un poco la vida de su padre, o al menos la parte de esa vida que ella comprendió:
“Con el tiempo, los hombres que trabajaron con mi padre ascendieron de rango. Ellos solían decir que Sebei Ocaso no había tenido suerte. Pero yo no estoy de acuerdo. Mi padre no deseaba ascender de rango, no creo que él se considerase desafortunado por ello. Amaba a sus hijas y la hermosa Tomoe lo amaba a él. Siento que su vida fue plena. Y me siento orgullosa de haber tenido un padre así”.

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