martes, 11 de mayo de 2010

Sobre extinciones y otras ausencias.

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Existen una serie de instituciones preocupadas de los distintos seres u organismos en peligro de extinción. Un sinnúmero de redes de personas que se preocupan de juntar firmas, hacer movilizaciones, protestas, u organizar otros movimientos que permitan proteger a dichas especies de esta posible desaparición.

Sin embargo, existen también otras cosas que se extinguen día a día sin que nadie, o prácticamente nadie se preocupe de ellas.

Y no voy a hablar aquí de valores abstractos, ni de dioses que dejan de existir tras la muerte de su último creyente, no voy a hablar de la muerte o desaparición de un sentimiento... en resumen, no me refiero a cosas lejanos a una experiencia concreta, a un algo que realmente, deja de existir y es irrecuperable.

Y es que me asombró indagar sobre una afirmación que escuché en un documental y que me doy cuenta que es totalmente certera: el número de lenguas que se pierde en un año, -que desaparecen del mundo, por decirlo de alguna forma-, es mayor al número de especies vivas que han desaparecido en el mundo en los últimos tres siglos.

Y es una afirmación que me viene y me golpea cada vez como si un oleaje creciente fuese golpeando mi entendimiento que para esta imagen pasa también a ser costa.

Y es que lo que se pierde cuando se pierde una lengua es inmenso, es también un mundo por sí mismo. Desaparece por ejemplo una lengua donde existía una palabra que permitía nombrar el sentimiento de una madre cuando tras tener dos niños uno nace vivo y el otro muere en el parto... ¿saben la belleza, el mundo entero que contiene aquella palabra?

No puede ser que no se junten firmas para evitar esto, que dejemos que aquello se pierda sin más, y nos conformemos con un idioma por lo demás cada vez más simple, más técnico, más útil. Menos humano.

¿Cuántos matices se pierden en el mundo al desaparecer estos idiomas? ¿Cuántas teclas son quitadas del piano con el que hacemos sonar el mundo y con las cuales buscamos expresar nuestras propias emociones?

No te preocupes, me dirán algunos, sólo se perderán palabras, lo esencial seguirá existiendo, estará allá afuera, en la realidad.

Pero ¿qué realidad hay allá afuera? me pregunto... ¿qué realidad hay acá adentro que busca salir y existir, de ser nombrada? Pensemos en un sentimiento como un niño al fondo de una sala. El profesor nombra a sus alumnos, los saluda, los presenta, los hace participar... Pensemos en ese niño sin nombre, ese a quien nunca se nombró, nunca fue presentado a los otros. Pues eso es exactamente lo que ocurre con aquellos sentimientos, sensaciones, realidades, que dejan de ser nombradas, y la esperanza última de ser nombrada desaparece o se aleja aún más con esta pérdida constante de lenguas. Es cierto, existen, pero a veces el no nombrarlos, nos lleva a olvidarlos, a hacer como si no existieron, a que permanezcan como una ausencia entre mi yo que los ve y la realidad que se relaciona con aquello que yo veo, que yo nombro.

Y eso que el lenguaje es sólo una de aquellas cosas que se extinguen y ante las cuales no captamos su real importancia.

Pero existen miles, centenares de miles que son olvidadas cada minuto.

¿Cuántas personas acaban de despertar en el momento preciso en que presiono las teclas necesarias para que quede escrito acá la palabra presiono? ¿Cuántas de esas personas olvidan su sueño, no lo nombran, lo deshechan? ¿Cuántas personas quisieran salvar ese sueño, nombrarlo de cierta forma para que no desaparezca?

Y no. No digo que el lenguaje sea un medio fidedigno para la transmición de dichos sueños o sensaciones primarias. De hecho nunca lo he creído, a pesar de ser justamente un profesor de lenguaje. Pero sin embargo es la herramienta que utilizamos en nuestros intentos diarios. Los moldes cotidianos con que cortamos la masa de las sensaciones y del mundo interno que florece hasta transfromarlos en el pan de la palabra, con que intentamos comunicarnos con los demás.

Es cierto. Está la poesía. El arte. Y sí, ayudan en esto. Pero son en reemplazo de aquellas otras extinciones más valiosas, más verdaderas. Más sutiles.

Pero pensemos ahora en las extinciones tradicionales. Los panda, el langur, las ballenas, por nombrar algunas. Pensemos qué es peor que ser parte de una especie en vías de extinción.

¿Quieren saberlo?

Hoy día lo pensaba mientras leía una noticia en internet.

Peor que ser parte de una especie en peligro de extinción, es ser el último de la especie, y sin posibilidad absoluta de cambiar dicha situación.

Y es que se divisó en el mar mediterráneo un tipo de ballena gris que se supone extinta hace más de 200 años. Al menos en la variable de las que viven en el Océano atlántico.

Se le rastreó satelitalmente y se descubrió que sí. En todo el océano atlántico, es la última de su especie. Una hermosa ballena gris.

Sola. Viajando por el Océano Atlántico, y ahora metida en el mar mediterráneo. Y no se trata de una de las ballenas grises del Pacífico, pues estas han desarrollado variaciones que la ballena encontrada en el meditarréneo no posee. Es una ballena de esa especie de ballenas grises extinta supuestamente hace al menos 200 años. Y es la última.

Se estima que el recorrido actual que realizan estas ballenas en un año es de 15000 y 20000 kilómetros. A la luna ida y vuelta, según señalaba el artículo.

Y no. No quiero ni por un segundo imaginarme ser esa ballena. Ni escuchar el canto que emite en sus viajes que ya llevan varios años siendo monitoreados (como lo reconoció después un instituto británico) y en los que se confirma su andar solitario. Errante.

Entonces imagino que por esas corrientes subterráneas pueden andar también esos lenguajes. Puede que un día en mi sueño aparezcan esas palabras y yo sólo deba aguzar el oído, el corazón, el cerebro, o lo que sea aquello con lo que comprendemos eso que nos ha abandonado para siempre, y que erra en un lugar perdido.

Sí, es triste la extinción, pero es más triste el canto de esa ballena, vagando sola en medio del océano. Quizá tanto como la muerte de esa persona que conocía una palabra para nombrar a ese niño que ahora nunca más será nombrado, y que se perderá y llorará despacito ahí al fondo de la sala, esperando a que alguien hable de él, se acuerde que está ahí, y de alguna forma lo rescate.
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