sábado, 14 de agosto de 2010

Domicilio conyugal, de Francois Truffaut (1970)


¡Qué hermosa es Claude Jade! Comparada casi siempre con Catherine Denueve, esta actriz no deja de parecerme aún más bella y atractiva -a excepción de la Denueve en Los paraguas de Cherburgo donde es casi imposible cambiarla por nadie-. Y no es que atraiga su físico o el observarla a gran distancia como diva -como ocurre con la Mureau, por ejemplo, en otras películas de este director-, sino que el acto de verla produce algo tan alegre, tan cotidiano... que debo parar la película varias veces para fijarme en los subtítulos que había dejado pasar y hasta para desempañarme los ojos cuando descubro en su mirada algo tan cercano que llega a doler incluso en medio de esta excelente comedia de Truffaut, que es todo encanto, simpatía y sensibilidad.

La película es una de la serie de films que Truffaut hiciera a partir de su alter-ego Antoine Doinel y su esposa Christine. Aquí, la acción se centra en su reciente vida de casados, en el nacimiento de su hijo, en la vecindad donde habitan y en la serie de lazos que los entrañables personajes de este film establecen entre ellos -sí, casi como un Chavo del 8 francés-.

La obra además está muy bien filmada, tiene buenos detalles y colores, mantiene un ritmo agradable y no deja de sorprender en algunas escenas donde el director incluye algunos elementos que refrescan y sorprenden enriqueciendo aún más la narración.

Asimismo, el tema de la infidelidad y los conflictos que surgen en la pareja, lejos de producir cierta dualidad en el estilo de la película -transformándola en una más de las comedias-drama que tanto abundan por ahí-, le otorgan en cambio cierta profundidad, y terminan enriqueciendo cada momento de este film, sin hacerlo caer en lo empalagoso o pesado, sino que tranformándolo en una comedia elegante, sensible, que no dramatiza demasiado y por lo mismo, enriquece la visión del amor que parece ser siempre un balsamo, algo que nutre el espíritu y hasta lo hace sonreír, cuando se muestra necesario.

Y es que ver a Christine leer en su lado de la cama, mirarla concentrada y hermosa y natural... no hace sino enseñarnos que es ese el espacio donde realmente podemos aprender a amar al otro, un espacio donde el otro es verdaderamente él mismo, con las virtudes y defectos que posea, -hasta con su lado burgués y educado que puede chocar incluso con nuestras propias costumbres-.

Y sí, supongo que esas serán las imágenes que nos quedan de aquellos a quienes amamos: mirarlos en su espacio natural, con los lentes puestos mientras subrayan unas hojas ahí al lado tuyo, mientras los vence el sueño... Supongo que esas imágenes no se borran nunca, por más que recordarlas provoque también un dolor alegre: la sincera y certera sensación del saber que amamos, y el saber que nunca, -justamente por ser cierto ese amor que llegamos a sentir-, podremos dejar de hacerlo.

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