viernes, 29 de octubre de 2010

No lamento nada: Leon Czolgosz.

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"No lamento nada,
dijo Leon Czolgosz al morir
¿Podrá Dios, de existir,
decir lo mismo?"
T.D.W.
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Hay cinco años perdidos en la vida de Leon Czolgosz. Desde que intentó unirse infructuosamente a grupos anarquistas, hasta que reapareció para dar muerte disparándole a quemarropa al presidente de Estados Unidos, William McKinley.
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Rumores hubo varios, por supuesto, sobre todo los que suponían que había estado viviendo al interior de un grupo anarquista durante aquellos años, pero en verdad, tras haber sido apuntado como espía -erróneamente, como el mismo demostraría a través de su asesinato-, Leon Czolgosz fue rechazado por la mayoría de los grupos de izquierda, y por los distintos núcleos anarquistas a los que intentó acceder.
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De las pequeñas referencias que se tienen sobre Leon, y su pensamiento anárquico, lo único cierto son las opiniones de algunos que lo describen como un ser demasiado sencillo, incapaz de entender realmente "la naturaleza de la lucha anarquista", y por lo tanto, incapaz de ser un aporte real para los objetivos que se perseguían.
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De hecho, fue ese el único punto al que pudo asirse su defensa en el juicio que lo condenó, -en apenas unas pocas horas- a la silla eléctrica.
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"Leon pensó que hacía un bien a través de ese asesinato. Y hacer el bien, buscar el bien de los otros, son los valores que le enseñó justamente la sociedad que hoy día lo juzga, y lo acusa sin detenerse en el origen y motivación de aquel acto".
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Y es que su acción, -apenas comentada al interior los grupos que supuestamente la habrían organizado-, fue al parecer una decisión sencilla para Czolgosz: algo que debía hacerse porque era lo correcto, y que defendió hasta el final, hasta el momento mismo en el que se sentó en la silla eléctrica.
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"No lamento nada. Yo maté al presidente porque era un enemigo de la gente buena, de los buenos y nobles trabajadores. (...) Lo maté porque no creía en él..."
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Y claro, sus argumentos parecen sencillos y sensatos, -siempre y cuando olvidemos por un momento que al otro extremo de ellos está el asesinato de un hombre-, y no parecen formar parte de un discurso muy lejano al sentido común que debiese guiar el actuar de la gente en comunidad.
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De hecho, muchos de nosotros hacemos exactamente lo mismo con aquello en lo que no creemos -siempre y cuando no se trate de darle la muerte a un hombre por supuesto-, y ese dejar de creer es también una muerte, sólo que requiere menos valentía, y aparentemente nos resguarda de futuras represalias.
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Da lo mismo si se trate de Dios, de un sentimiento en particular, del sentido de un trabajo, o de creer en la familia... lo cierto es que llega un momento en que ese no creer entra en nosotros y debemos decidir qué hacer con aquello que queda ahí como un cadáver, o como un muñeco desinflado.
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¿Pero qué hacemos si aquello en los que dejamos de creer incluye la democracia, la idea de familia, el sitema económico... o hasta aquello que parece ser la vida equilibrada de todos los otros?
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¿Puede ser la destrucción, el incendio, o el asesinato, un camino...?
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Eso me pregunto en mi momento sensato del día... y la respuesta viene a ser algo así como una negación rotunda.
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Pero no por la idea del asesinato o del incendio... sino por el concepto de camino.
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Y es que no creo en los caminos, ni en las metas, ni en las secuencias, ni en los procesos. Es decir, quizá ocurran, pero no creo en ellos. Yo dudo de las heridas de la realidad aunque me ofrezcan meter las manos en sus llagas, o aunque yo mismo pueda evidenciar aquellas heridas.
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Pero entonces, ¿tengo derecho a matar a alguien porque es una mala persona, porque le hace mal a los demás, o porque no creo en él, sencillamente?
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¿O a quemar el mundo entero porque dejo de creer en él y su significado no tiene ningún sentido ni valor para mí?
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Sinceramente creo que sí.
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Sí, si realmente ese no creer tiene la fuerza suficiente para soportar los actos que han de realizarse, y estamos dispuestos además a asumir las concecuencias de ellos, inclusive la de que nos quemen nuestro propio mundo, o lo que para nosotros sí tiene significado. O que nos quiten la vida, como le sucedió a Czolgosz.
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Es decir, sí, cuando la fuerza de ese no creer es más fuerte que la creencia de los otros en aquel mundo que no supieron defender.
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Y es que, en definitiva, creo en las acciones de los hombres justamente porque pueden destruir sus propias acciones... porque tienen la facultad de creer y dejar de creer, y porque en el interior de cada uno de nosotros está agazapada la voluntad necesaria que puede llevarnos a decir, junto con Czolgosz, "no lamento nada", al final de nuestra vida.
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Quizá entonces, el mirar de frente, y entregar nuestra vida si así se requiere, -porque no hay nada en nuestras acciones que hayamos hecho de lo cual debamos avergonzarnos-, pase entonces a ser el primer acto de una serie de nuevas creencias... una nueva fe. Una que sí puede, a diferencia de las otras, cambiar el mundo.
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