jueves, 4 de noviembre de 2010

A Anita le dijeron que su padre estaba en el Japón.

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Alguna vez conté que hace cerca de diez años que prácticamente no he participado en un concurso literario, ni nada por el estilo. Sin embargo, entre algunas pequeñas excepciones, hubo una en que se pedía un cuento breve y que, por una razón afectiva que aquí no mencionaré, me tentó a participar.
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El cuento que envié esa vez tenía un máximo que logré contener exactamente bajo los límites establecidos, y, a pesar de que necesitaba ser corregido para pulir algunas cosas, las imperfecciones que contiene -debidas a mi preferencia por escribir en un solo momento, sin posteriores correcciones-, junto con cierta intención de hacer la "historia de una sensación", me llevan a tenerle un cariño especial, aunque no haya vuelto a leerlo desde entonces.
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Cuento esto antes de adjuntarlo, porque al parecer está por ahí en una página perdida de internet con algunas incorrecciones en la transcripción -que no sé quien realizó-, y yo, por supuesto, prefiero dejar en mis textos las huellas de mis propias imperfecciones, (que son además las que más me agradan).
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Por eso principalmente, y para tener una excusa para releerlo, quizá, es que ahí les va.
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A Anita le dijeron que su padre estaba en el Japón.
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I.
A Anita le dijeron que su padre estaba en el Japón. Se lo dijeron cuando pequeña, pero el tiempo pasó y la información quedó como un plato sucio sobre la mesa. Con el tiempo todos rechazaron lavar aquel plato, cuya suciedad se hizo común y aprendieron a hacer como si no existiera.
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Además a Anita no era necesario darle muchas explicaciones. No solía formular preguntas y su forma de comprender era un enigma para quienes la conocían. Sus palabras eran escasas y el sentido que tenían tampoco se revelaba fácilmente para aquellos que la rodeaban.
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A pesar de estas dificultades, Anita asistió a un colegio por algunos años. Y en él aprendió algunas cosas. Descubrió por ejemplo que en verdad su nombre era Ana Susana y que éste podía decirse al revés sin que sufriese alteración alguna. También aprendió que no era bueno incluir a su padre en los dibujos, pues siempre terminaban enviándola a hablar con una señora que no dejaba de realizarle preguntas y de pasarle la mano por el pelo.
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Poco antes de alejarse del colegio, Anita encontró un libro que hablaba sobre Japón. Le preguntó a su profesora y eso fue lo que le dijo. El libro cupo bien en su bolso, pero no en su interior, y debido al alboroto que produjo dentro de ella aquel libro, terminó arañando a un niño hasta rasgarle un párpado y hacerle sangrar el labio superior.
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-Yo tenía un pájaro adentro. –Explicó Anita. Pero no comprendieron su explicación y ella no volvió a asistir a aquel colegio.
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Lo último que aprendió Anita en el colegio fue que los grandes no entendían de magia. Pues ella sentía que hablar era como sacar pañuelos azules de su boca, cosa que hacía escasamente, aunque con natural elegancia.
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Guardó el libro del Japón debajo de su cama y se dedicó a crecer, y el libro que alguna vez guardó en su interior comenzó también a crecer dentro de ella. Y entonces Anita quiso que su historia se contara nuevamente, como ahora estaba sucediendo.

II

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A Anita le dijeron que su padre estaba en el Japón. Se lo dijeron cuando pequeña, pero el tiempo pasó y la información quedó como un plato sucio sobre la mesa. Y como la mesa era en verdad la misma Anita y como Anita creció, el plato que había estado sobre ella terminó por caerse y romperse en mil pedazos.
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Anita no supo de esto pues ella poco comprende. Pero sintió el plato romperse sin previo aviso y compendió que había crecido. Lo sintió mientras miraba las imágenes de un libro sobre Japón que ella había sacado de su colegio y que había comenzado a seccionar en pequeños recortes que fue pegando uno a uno en las murallas de su pieza.
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Un día un pájaro se metió a la pieza de Anita. Ella lo encontró dentro y lo vio volar torpemente y chocar con las imágenes que estaban pegadas en sus paredes, como si cada uno de ellas hubiesen sido ventanas que mostraban un mundo extraordinario.
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Entonces Anita sintió que ese pájaro había salido quizá del interior suyo, y hasta reconoció sus golpes y el movimiento que había estado mucho tiempo dentro de ella. Y Anita pensó en los recortes que estaban en su interior y pensó en la existencia de otro Japón, hermoso y secreto como el otro, pero cercano y propio como un hijo.
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Y mientras Anita veía chocar a aquel pájaro, y mientras sentía un nuevo Japón crecer dentro de ella como un hijo… Mientras esto ocurría, Anita comprendió que la habían engañado, y fue como si un hijo hermoso que recién llegaba a la vida, hubiese nacido muerto.

III
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A Anita le dijeron que su padre estaba en el Japón. Se lo dijeron cuando pequeña, pero el tiempo pasó, y la información quedó como un plato sucio sobre la mesa. Y como el plato estuvo mucho tiempo sobre la mesa, plato y mesa se hicieron uno. Y como la mesa era en verdad la misma Anita y como Anita creció, el plato que era la mesa y era también Anita se cayó, y sucedió entonces que Anita se rompió en mil pedazos y sus restos se esparcieron en todas direcciones.
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Pero los restos de Anita no supieron que eran restos, sólo intuían que algo se había quebrado y sentían que ese algo se golpeaba contra ellos y los hería. Como si existiese una caja dentro de otra y dentro de esa, otra caja, y que cada vez que una se rompe, algo doliese, y lloráramos, porque es como si un pájaro se golpease contra las ventanas o como si un hijo hermoso hubiese nacido muerto.
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Y pasó el tiempo, y con el tiempo recordó Anita que su nombre podía decirse igual en ambas direcciones, y esto le dio alguna esperanza. Como si pudiese existir un Japón en algún lugar, donde su padre todavía la esperara. Y sintió entonces que si en la última caja hubiese una lágrima, ésta quizá ni siquiera sería lágrima, sería como un cristal, como una palabra pequeñita. Como una sonrisa.
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Y Anita intentó decir aquella pequeña palabra. Hasta que sucedió algo extraño:
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-Estás diciendo lo que no se dice –oyó que le decían.
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Y entonces ella se calló.
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Y sintió nuevamente que si en la última caja hubiese una lágrima, ésta quizá ni siquiera sería lágrima, sería como un cristal, como una palabra pequeñita. Como un fin.
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