martes, 2 de noviembre de 2010

Juguetes rabiosos.

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Hay una feria en Departamental. Una grande, me refiero. De esas en que sacan objetos desde las casas e intentan venderlos a cualquier precio. Adornos, muebles rotos, ollas viejas. Cosas así.
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Pero el caso es que hay en la feria un sector especial. Uno en el que se juntan un sinnúmero de cajas repletas de juguetes viejos. Piezas sueltas, sucias y amontonadas que están ahí esperando que cualquiera rebusque y se las lleve. Sin importar el precio.
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-¿Cuánto vale éste? –pegunto entonces.
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-No sé. Llévese varios mejor y le cobro luca.
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-¿Cuántos? –pregunto.
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-Unos 5, o 7, no sé... usted verá.
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Entonces yo me pongo a buscar. Encuentro brazos rotos, muñecas hasta la mitad, naipes sueltos, soldados que al parecer perdieron la batalla… y hasta un espejo gastado en el que intento mirarme, pero no refleja nada.
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-¿Son todos suyos estos juguetes? –pregunto.
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-Sí, me los regalan o yo recojo lo que no se vende -me contestan-. En la casa tengo una pieza llena de cajas… ¡Robertito! Tráete otra caja pa que vea el señor…
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-No se preocupe, si yo…
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-Si no me preocupo es pa que se mueva este hueón, que se pasa echado todo el día.
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Entonces me fijo que de entre un montón de juguetes se levanta alguien de una edad indeterminada, de poco más de un metro de altura y que corre hacia la casa con unos pasos extraños. Yo lo quedo mirando, sin percatarme que la mujer que atiende me observa.
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-¿Se parece a Alf, cierto? –me pregunta entonces.
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-¿Qué…?
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-Que si se parece a Alf, el extraterrestre de la serie que daban en la tele… Yo lo encuentro igualito.
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-Ah, sí, puede ser –le digo, y sigo buscando entre los juguetes.
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Al rato llega Robertito arrastrando una caja. Hace unos ruidos extraños mientras me la acerca y vuelve entonces a meterse en otra, donde parece descansar entre medio de los juguetes, como Cleopatra en sus baños de leche, o como los niños esos que se metían a piscinas con pelotas, que tuvieron en un momento los Mc Donald, y donde se murió uno, aunque nadie recuerde.
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En la caja encuentro nuevas cosas que me atraen. Un pez de plástico que no sé para que había servido, un dado grande de goma, el filo de una espada de plástico, una calavera rota, de yeso… y la cabeza de un soldado que tiene la vista extraña, como si supiese ya que estaba separado de su cuerpo.
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-Si tuviera que venderlos todos ¿a cuánto los vendería? –le pregunto entonces.
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-¿Cómo?
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-Eso, que si le ofrecieran comprar todos, ¿cuál sería el precio?
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-¿Y pa que los querrían?
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-No sé po, pero le pregunto…
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-Pucha, es que son como unas veinte cajas…
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-Las veinte cajas entonces. Todos ¿A cuánto?
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-Deje pensarlo me dice la mujer, -mientras se acerca a un hombre que estaba en otro puesto y hasta el hombre pequeñito ese, Robertito, se levanta con sus pasos raros y se va hasta donde la mujer, aunque sin pronunciar palabra.
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Yo, en tanto, pensaba en todos esos juguetes, rotos y olvidados y hasta rabiosos, despreciados ahí en esas cajas como los cadáveres en las fosas públicas.
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No sé bien qué me proponía. Yo hacía cálculos sobre un préstamo y pensaba en filmar algo, o hasta en un local, no tenía nada claro, pero el asunto iba en serio. Como si hubiese nacido en mí una extraña sensación que me impulsaba a llevarme esos juguetes.
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-Vendería una camioneta llena a $200.000 o $300.000, por ahí… -me dijo la mujer, luego de un rato- yo creo que en una grande caben todos de una vez, en todo caso, si es que se llena hasta arriba.
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La mujer me miraba en serio y se daba cuenta que para mí también el asunto tenía la misma importancia.
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-Yo me compraría juguetes nuevos -me decía-, donde los chinos. Con esos siempre se recupera la plata fácil y uno puede reinvertir al tiro...
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Eso me decía la mujer cuando comienzo a sentir un fuerte dolor en un tobillo y siento también como un gran peso lanzarme hacia un costado, hasta que fui a caer también encima de las cajas de los juguetes, que se desparramaban por el lugar.
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-¡Suéltale la pierna, Robertito! -gritaba la mujer. Pero el ser ese me mordía el tobillo, justo sobre la zapatilla, mientras se aferraba fuertemente a la pierna.
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Entonces se acercaron otros hombres que vendían cosas en aquel sector y comenzaron a tironear a Robertito. Lo tomaban de los brazos, otro lo jalaba de las piernas, pero no había caso... ambos estábamos entre los juguetes y el dolor no sólo era molesto, sino que en verdad parecía que ya tenía una herida y hasta comenzaba arder.
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No sé cuánto tiempo pasó así. Al final arrancaron a Robertito y yo me quedé un rato tendido entre los juguetes. Esos que también se clavaban en mis costillas y en la espalda, como los dientes de aquel tipo, y parecían, por un momento al menos, igual de vivos, y rabiosos.
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-Deje traerle algo para la herida -me dijo la mujer. Y fue a buscar algo a la casa.
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Robertito en tanto, había cambiado su actitud, y tras haber opuesto una férrea resistencia a los que los separaron de mí, había comenzado a llorar de una manera desconsolada, con unos gritos que nunca antes le había escuchado a un ser humano, y que comprendí, luego, se debían quizá a mi repentina idea de comprar aquellos juguetes.
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Los gritos seguían cuando llegó la mujer. Yo me paré de entre los juguetes y me eché alcohol en la herida, en la que se habían marcado los dientes y corría un poco de sangre.
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Entonces, mientras curaba mi pie, ahí en medio de esos juguetes rotos, rodeado de gente que se había acercado a mirar, y con los gritos de Robertito como telón de fondo... creo que comprendí algo.
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No sé bien, sin embargo, que fue lo que comprendí. Pero apenas lo hice el ser aquel -que nunca supe si era niño o adulto o qué era realmente- dejó de llorar de inmediato y fue a instalarse nuevamente entre los juguetes, como uno más entre todos ellos.
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Y es que yo había caído en aquel reino, en el de los juguetes rabiosos, y por suerte pude comprender a tiempo -con mordisco y todo incluido-, que aquel era un lugar construido a otra escala, y donde, por supuesto, no pertenecía.
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Al final, me conformé con comprar un extraño caballo de carreras, de color café, y que tenía puesto un número que aparecía volteado.
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Entonces miré a Robertito desde lejos y él me sonrió, como aprobando la compra.
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Por último, cojeando un poco, me fui del lugar.
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Esa es toda la historia.
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O casi.
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