lunes, 29 de agosto de 2011

Desayunando en el supermercado, o un templo devorador de almas.

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“Y la adorarán todos los habitantes de la tierra
cuyo nombre no esté inscrito,
desde la creación del mundo,
en el libro de la vida...”
Apocalipsis 13, 8.
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Fue hace unos años. Yo arrendaba un departamento que quedaba justo al lado de un gran supermercado, y hacía un tiempo que había comenzado a descuidarlo, por distintas razones que no viene al caso nombrar.

Fue así que un día, en parte por razones económicas y en parte por simple flojera, decidí comenzar a desayunar en el supermercado.

Sucedía los fines de semana, generalmente después de una pequeña borrachera o sencillamente tras una noche de insomnio… Me levantaba temprano, me duchaba e iba a primera hora a pasearme por los pasillos y a consumir los productos de muestra con los que inauguraban el día.

Nunca faltaba la promotora con café, otra con galletas, quesos cortados en cubitos, o hasta algunos trozos de chorizo, si tenías suerte.

Y claro, mientras, la música típica de un supermercado en la mañana ayudaba a la digestión, iba yo acostumbrándome a ese mundo que existía de una forma tan precaria como el supuesto orden que intentaba disimular en mi departamento: basuras bajo la alfombra, cama deshecha bajo el cobertor estirado, y las botellas vacías acumulándose en un pequeño cuarto destinado a la lavadora que por ese entonces no tenía.

-¿Y vives al lado? –me preguntaban en el supermercado.

-Sí, pero todo está a mal traer y me iré pronto del lugar –contestaba yo, como excusándome.

Y es que de tanto desayunar en aquel lugar, terminé conociendo al personal y hasta algunos clientes habituales.

Lucy, por ejemplo, era una promotora de quesos a la que le faltaba al menos la mitad de un dedo meñique; don Tomás era un viejito que venía todas las mañanas a compra pan y que se quedaba unos minutos oliendo los duraznos; Mónica era una mujer que le gustaba mirar las flores y los arreglos que vendían, y que luego se ponía a sollozar frente al lugar donde se encontraban las piñas…

La vida era cómoda así… y económica. O al menos así me lo parecía entonces, evitando pensar en otras cosas.

Pero ocurrió entonces que un día, tras sacar dos trocitos de queso desde la bandeja de Lucy, sucedió algo extraño: me percaté que los trozos que había sacado eran en realidad el mismo trozo.

-¿Qué quieres decir? –me preguntó Lucy, esa vez.

-Que acabo de sacar dos veces el mismo trozo… -intentaba explicar yo.

-¿Quieres decir que los trozos son iguales?

-No… quiero decir que los trozos son el mismo… -le dije.

Así, comencé a fijarme que todo aquello que ocurría en el supermercado: don Tomás oliendo duraznos, la señora Mónica llorando junto a las piñas y hasta los niños que jugaban por los pasillos corriendo con una pelota que al final nunca compraban… eran algo así como secuencias repetidas de un artificio, que me hicieron sentir de pronto atrapado y repetido, como en una composición de Bach.

Fingí, sin embargo, que no había descubierto nada, y comencé a recorrer los pasillos, buscando nuevas evidencias.

Descubrí así que en la pescadería, por ejemplo, estaba viva, sobre el hielo, la misma langosta desde hacía semanas… o que los reponedores de productos sacaban y ponían mercadería sin el menor sentido lógico, solo por mantenerse ocupados.

-Alguien quiere engañarme –concluí.

Sentí entonces cómo las cámaras del lugar me seguían, y escuché una serie de códigos dichos por alta voz que seguramente, estaban advirtiendo sobre mi descubrimiento.

Con todo, logré despistarlos y salir ileso del lugar, escondiéndome en mi departamento, desde el cual miraba hacia el supermercado.

-No han podido conmigo –pensaba, orgulloso-. He descubierto el plan y he podido escapar cuando todavía estaba a tiempo.

Luego, saqué el trocito repetido de queso que tenía aún en un bolsillo y comencé a mirarlo.

-¡Son el mismo…! –decía a solas, en voz alta- ¡Son el mismo! ¡Y quizá hasta yo mismo tenga otro que soy yo aún en el supermercado!

Y claro… ¡estaba en lo correcto! Pues no pasaron ni diez minutos cuando vi salir del supermercado a alguien que no debía estar ahí.

-Soy yo –pensé, apenas lo vi-. Ese soy yo, como el otro trozo de queso.

Lo peor, sin embargo, era que aquel yo estaba dirigiéndome directamente hacia el departamento, y podía suceder entonces que nos encontráramos frente a frente y ya fuese tarde para buscar otro tipo de solución, o entendimiento.

Rápidamente saqué entonces la basura desde debajo de la alfombra, tiré hacia atrás el cobertor de mi cama y hasta esparcí por el departamento la mayor cantidad de botellas vacías, para esperar de la forma más honesta posible a ese yo que venía en mi misma dirección.

Fue entonces que sentí una llave en la cerradura y mientras escuchaba que se abría la puerta, cerré los ojos con desesperación, llegando incluso a ver manchas de colores y a perder el equilibrio, debiendo apoyarme en una muralla.

-¿Sabes qué sucede? –le preguntaba al que había acabado de entrar-. ¿Sabes cómo podemos resolver esto?

Pero nadie respondía.

Para cuando abrí los ojos estaba yo con las llaves del departamento en la mano, entrando en él, justo bajo el marco de la puerta.

Y sí… el departamento estaba vacío, todavía en ese orden simulado, pero ya no podía engañarme.



Dos días después ya estaba yo fuera del lugar, y todo lo que aún valía la pena de ese sitio, me lo había llevado conmigo.

En cuanto al supermercado, supongo que sigue ahí, engañando a unos cuántos… casi como un ser maligno...

O como una cárcel llena de pasillos.

O incluso un templo, devorador de almas.

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