miércoles, 19 de octubre de 2011

Quinientos sesenta y siete.

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Había una vez una mujer que quería dar a luz, pero no estaba embarazada.

Con todo, pujó y pujó con tanta fe que al final le salió un hijo.

Sin embargo, quizá por poner en duda su propia fe y ver hasta dónde podía llegar, se puso a pujar nuevamente.

Y claro, le llegó otro hijo.

Y luego otro.

Ahora bien, creo necesario aclarar que si bien la mujer tenía mucha fe, ella no podría haber especificado bien en quién o en qué tenía dicha fe, pues no era muy dada a nombrar aquello en que interiormente creía.

Por lo mismo, sucedió que sus hijos no tuvieron nombres.

Así, cuando crecieron, los tres solían actuar siempre como si fueran una misma cosa: una trenza, quizá, para dar un ejemplo sencillo.

No obstante, el problema surgía cuando las acciones ya no eran el centro y las sensaciones pasaron a convertirse en el eje de todos ellos.

Y es que vale la pena aclarar, que las sensaciones de los tres niños eran siempre distintas.

Y no me refiero solo a distintas sensaciones entre los tres, sino distintas sensaciones en cada momento, al interior de cada uno.

La madre, en tanto, famosa por la calidad de la fe que profesaba, fue llevada a numerosos programas de tv, donde contaba su experiencia por un precio módico, u otro beneficio similar, que pudiese traducirse en efectivo.

Y claro, la historia motivó a muchas otras mujeres que, también sin estar embarazadas, quisieron comenzar a dar a luz distintas cosas.

Fue así que a los pocos días una mujer dio a luz un anillo de diamantes, otra un perrito chihuahua, y así se fueron sucediendo las cosas más inverosímiles que ansían poseer las personas en esta tierra.

Fue solo después de unas semanas cuando un primer hombre dio a luz. Y fueron sucediéndose así -quién sabe si contagiados por la pandemia de la fe-, toda una serie de alumbramientos espontáneos: dinero, un gorro mexicano, una botella de aguardiente, un pájaro dodo… es decir, todas aquellas cosas que los hombres ansiaban de esa silenciosa forma con que acostumbramos a desear lo que pensamos nos resultaría imposible.

Y el mundo se fue llenando de cosas creadas, o hasta autogestadas, por decirlo de alguna forma… lo que paradójicamente hacía que las cosas en general bajasen su valor, independientemente de su procedencia.

Es por la oferta y la demanda, decían en los programas de televisión, aunque no explicaban mucho más sobre la peligrosidad de los efectos.

Lo otro malo de esto, sin embargo, es que los “niños trenza” no pudieron nunca conciliar sus sensaciones. Así, desesperanzados y sin el menor interés por dar a luz algún objeto que pudiese reemplazar su falta de nombres y de una situación personal diferenciada, sucedió que un día los niños decidieron subir una gran montaña, que estaba a un costado de la ciudad.

Ya en la cumbre, y casi sin pensarlo, los tres lanzaron al unísono pesadas piedras a lo alto, que debían caer justo sobre sus cabezas, quién sabe con qué propósito.

Con todo, solo dos piedras dieron en el blanco, acabando con la trenza de inmediato y dejando a uno de los niños libre, aunque sin la menor posibilidad de comprensión.

Quizá por eso, cuando usó el poco de fe que tenía para dar luz a este texto, lo leyó al menos 6 veces, sin dar con interpretación alguna.

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