martes, 20 de diciembre de 2011

En el ascensor.

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El sistema de mandos que coordina el funcionamiento del mundo se encuentra al interior de un ascensor de metal que en este mismo instante funciona en algún lugar del orbe.

Lo digo con la seguridad que me da el haber descubierto hace un tiempo dicho ascensor y haber comprobado empíricamente su funcionamiento (aunque sin coordinarlo correctamente).

Me ocurrió de pura casualidad, en un edificio céntrico, hace pocos días.

Las puertas se abrieron, subí al ascensor y apreté el botón del piso al que me dirigía. Segundos después, sin que se hubiese producido movimiento ni ruido alguno, la puerta volvió a abrirse y yo estaba en el piso al que quería ascender

Sé que suena como algo cotidiano y lejos de toda anormalidad, pero la sensación de inmovilidad al interior del elevador había sido demasiado cierta, así que decidí comprobarlo.

Volví al ascensor, apreté otro botón, se cerró la puerta y etc. Nuevamente faltó el impulso y nuevamente las puertas se abrieron dejándome en un piso distinto, pero sin la menor señal de movimiento.

Fue así que salí a un pasillo y me detuve a pensar.

Anoté incluso en un papel:

1. La puerta se abre.

2. La puerta se cierra.

3. El ascensor no se mueve.

4. La puerta se abre y existe otro lugar, ahí fuera.

Los hechos eran contundentes, pensé.

Y es que el ascensor aquel te dejaba en un mundo distinto a cada instante. Es decir, bastaba que apretaras un botón para que te dejara en un lugar distinto fingiendo un movimiento que en realidad no ocurría…

Ahora bien, como yo estaba al interior del ascensor y era consciente de mi “permanencia”, comprendí que no se trataba simplemente de cambiar un lugar por otro, sino de recrear un lugar, un mundo. Un espacio que ocupaba siempre un mismo sitio.

¿Qué pasaría si en vez de números de pisos ese ascensor tuviese otras medidas? Imaginé entonces.

¿Qué ocurriría si en vez de pisos esos botones tuviesen inscritos años o simplemente signos al azar, cuyo significado se formase recién al abrirse las puertas, frente a tus ojos…?

Llamé entonces a un amigo para contarle mi descubrimiento, y pedirle que me ayudase a comprobarlo.

-No hay nada que comprobar –me dijo-. Se trata de experiencias individuales e irrepetibles. A algunos les sucede al bajarse de un árbol o simplemente al pestañear o desertarse en la mañana. A mí por ejemplo me sucedía siempre que me escondía al interior de un refrigerador que había en casa: me escondía, cerraba la puerta y cuando la abría el mundo era otro.

-¿Pero no puede uno escoger algo especial…? Es decir, como yo selecciono el piso, quizá podría…

-No –me interrumpió-. Lo que cambia no es el piso sino el mundo entero allá afuera… y no es a tu antojo… Además importa poco pues la memoria entera de afuera es alterada y nadie recuerda nada luego de lo ocurrido, salvo una sensación extraña…

-Pero tú recuerdas…

-No. Yo no soy yo –dijo la voz-. Cierra los ojos, ábrelos nuevamente y ve donde te encuentras. Eso es todo lo que hay que saber: el secreto del mundo es aceptar el mundo.

Tras escucharlo, no cuestioné nada y cerré los ojos. Luego los abrí. Estaba en el ascensor, a solas y con las puertas cerradas.

Todo estaba detenido.

Adentro de uno, incluso, podía sentirse como otro ascensor había frenado su trayecto, esperando la aceptación de aquello que existía fuera de nosotros.

-El secreto del mundo es aceptar el mundo -dije entonces, como si pronunciara un conjuro.

Así, de inmediato, la puerta se abrió y el mundo entró al ascensor y se mezcló conmigo.

Y claro, casi todo volvió, de esta forma, a estar en orden.

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