viernes, 17 de agosto de 2012

Ir a buscar a Tolstoi.



De vez en cuando había que ir a buscar a Tolstoi.

Y es que el viejo era porfiado.

Solía arrancarse de su finca,
renegar de sus libros
y hasta hablar de un extraño sentido del deber
que lo hacía caminar hasta el pueblo
para encontrarse con los campesinos.

Lo difícil,
es que a veces sus seguidores
lo escondían en lugares 
prácticamente inencontrables,
por lo que su esposa,
atenta sobre todo al peligro
de poder perder sus bienes,
acostumbraba dar recompensas
a quién lograra traerlo de regreso.

Y claro,
debo reconocer que fue por una de esas recompensas
que me fui a buscar a Tolstoi,
aunque nada encontré en principio
salvo algunas pistas.

Por ejemplo,
había una viuda que tenía su abrigo,
y un niño que guardaba canicas
en el que había sido su gorro,
pero ambos, lamentablemente,
negaban con firmeza
saber sobre su paradero.

Entonces ocurrió que,
como trabajo de investigación,
comencé a leer sus escritos:
grandes novelas, cuentos,
los tres diarios que escribía al mismo tiempo…
pero nada.

No había noticias sobre Tolstoi.

Encontré, sin embargo,
un pequeño colegio donde intentó dar clases,
y hasta hablé con los niños
que contaron que el viejito de barba
era incapaz de castigarlos,
y que hacía vista gorda
cuando ellos se copiaban en las pruebas.

Yo hasta le comía la colación, confesó otro.

Días después, sorprendido,
comencé de pronto a notar que me acercaba,
cuando vi a un hombre caminar con las botas del viejo
y comprendí que las miradas de la gente se buscaban,
cómplices,
apenas yo hablaba del él
o pedía información concreta.

Así,
tras meses de búsqueda,
ocurrió que escuché a dos personas discutir
sobre a cuál de ellos
correspondía esa semana que el viejo
les limpiara la casa…

Y claro… podría contar detalles,
pero resumiré diciendo que encontré a Tolstoi.

Un poco desabrigado
y con un delantal de trabajo que no le venía,
pero lo encontré al fin y al cabo.

De vuelta a su finca,
el viejo no dejó de hablarme
de la pureza del hombre,
del amor de las personas
y del servir a los demás…

Así, mientras hablaba,
-y se llenaban sus ojos de lágrimas
y hasta arrastraba los pies-,
debo confesar que incluso
pensé en llevármelo
para que ordenara mi biblioteca…

Pero claro,
lo que Tolstoi decía era demasiado inverosímil,
pensé,
como para resultar confiable.

Días después,
-ya que el viaje se hizo lento
por las condiciones de mi acompañante-,
conseguí devolverlo a su esposa
quien lo llevó a regañadientes
hasta su lujosa habitación.

Luego no supe más de él.

A mí, en tanto,
me regalaron varios tomos de sus obras
empastadas en cuero
y con letras doradas.

-Es oro puro –mintió la mujer cuando me los entregó.

Yo, sin embargo,
no me hice complicaciones
y hasta fingí que le creía y me fui del lugar.

Nada es puro, me dije,
mientras avanzaba, lentamente,
por la nieve.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales