jueves, 28 de marzo de 2013

Donde estás.



Vas donde el doctor porque no aguantas. Porque con un gesto le indicas que es la cabeza. Porque te encoges y parece un dolor terrible y el doctor hace preguntas que no escuchas. No sabes qué es. No recuerdas cómo llegaste, quién te llevó y apenas quién eres. Aunque una mierda si sé qué significa acordarse de quién eres. No es un dolor, por otro lado, que hayas sentido antes. El doctor apenas se atreve a tocar y entonces te inyectan. Pasan minutos. No sabes cuántos. Entonces, todos se extrañan que no te duermas. Esperan un rato más. No sucede nada. Escuchas que comentan. Hay que dormirlo, dicen. Vuelven a inyectar. De a poco te quedas quieto, pero el dolor es el mismo. Ellos se percatan que estás consciente porque mueves los dedos. Respondes moviendo los dedos, me refiero. El dolor está ahí. Es tan fuerte que sabes tuvo que haber estado desde antes, agazapado. Vomitas incluso, de dolor. Hacen exámenes. Te mueven. Te piensan dormido. Y es que ya no puedes mover los dedos. Y claro, todo parece haber pasado, pero el dolor sigue. Los latidos, me refiero. El calor. La sensación de asco. Te sientes profundamente solo. Tú y tu dolor. No hay metafísica. Todo es concreto como una piedra. La cabeza. El asco. Escrito es menos, piensas. Parece mentira escrito. Parece menor. Lo escribes. Doblado en ti mismo, lo escribes. No sabes, sin embargo, dónde estás. 

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