sábado, 13 de abril de 2013

El paisaje de un mundo sin nombres.



Monté una bicicleta sucia y fui hasta la iglesia.

El lugar estaba cerrado, pero teníamos un permiso especial.

Íbamos a preparar unos juegos inflables, recuerdo, para el otro día.

Un payaso.

Un tobogán.

Una casa.

Al final, llegamos solo tres chicos y un encargado que nos abrió la reja.

Era algo sencillo, dentro de todo, ya que el trabajo estaba bastante adelantado.

Solo había que manejar una máquina e inflar los juegos. Poco más.

Sin embargo, al ser de noche, todo parecía un tanto más complejo.

Y claro, se percibía en el lugar, una sensación extraña.

Juntamos alargadores, enchufamos la máquina. La encendimos.

Todo quedó como en pausa.

El cuidador estaba en una caseta, recuerdo, aparentemente dormido.

La máquina hacía un ruido fuerte y desagradable.

Los otros dos chicos cogían extremos del juego que estábamos inflando.

Fue entonces que pensé, mientras sonaba la máquina, que no sabíamos nuestros nombres.

Es decir, desconocíamos el nombre del cuidador y también los nombres de los otros.

Así, de pronto, todo me pareció irreal.

Una farsa, incluso, en medio de la noche.

La máquina, en tanto, seguía sonando y yo comenzaba a tener miedo.

Al mismo tiempo, por cierto, el primero de los juegos se estaba inflando.

Todos lo que saben mi nombre han muerto, me dije.

Y yo sentía que era cierto.

Miré entonces detenidamente las cosas ya conocidas.

La iglesia.

Los árboles.

Las escaleras que llegaban hasta la cruz.

Todo era parte de una escenografía, sentí.

Es decir: todo había perdido su significado vivo.

Miré a los otros.

Volví a observar el juego, que crecía.

Y a un costado, la iglesia.

Me parecía una escena absurda. Desolada.

Como si el mundo se hubiese acabado hacía tiempo, pensé.

Cerré los ojos.

No quería abrirlos.

Alguien apagó la máquina.

No se dijo una palabra, pero yo percibí que la trasladaban y la volvían a conectar.

Inflaron así el segundo y el tercer juego.

Nadie dijo nada.

Yo, en tanto, había quedado en cuclillas, con los ojos cerrados.

Escuchaba la máquina.

La máquina que inflaba los juegos, pero que nos robaba el sentido, pensaba.

Y claro, fue entonces que se detuvo.

Tengo recuerdos extraños, por cierto, de aquel momento.

Es decir, se fueron los otros dos chicos, de eso estoy seguro.

Yo, en cambio, desperté horas después, al interior de la casa inflable.

Comenzaba a amanecer.

Por último, miré por la ventana de aquel juego, como si lo hiciera desde mi propia casa.

Está naciendo un mundo sin nombres, pensé.

El paisaje de un mundo sin nombres.

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