viernes, 2 de agosto de 2013

Una vecina a la que le faltaba un dedo.


Tuve una vecina a la que le faltaba un dedo.

Nadie sabía qué le había sucedido.

Era un dedo de la mano derecha, creo que el índice, y le faltaba un gran pedazo.

Extrañamente, sin embargo, nunca le preguntamos lo sucedido.

Por lo mismo, solo podíamos aventurar conjeturas.

Yo pensaba, por ejemplo, que ella llevaba el dedo en un bolsillo, como una pata de conejo.

Del accidente, en tanto –o lo que le hubiese ocurrido-, nunca me hice ideas.

Los grandes, en tanto, nos decían que debíamos mirara a ella y no a su dedo.

Y claro, yo no entendía cómo podríamos mirar un dedo que no existía.

Con todo, creo que aprendimos bien a hacer aquello.

A no mirar aquello que nos falta, me refiero.

No obstante, recuerdo que de noche, yo contaba mis dedos, por si acaso.

Manos y pies, mientras pensaba otra cosa, un poco menos concreta.

Así, resultó que una noche, según recuerdo, conté un dedo de más en mi pie izquierdo.

Me aseguré un par de veces y entonces desperté a mi madre.

Los dos estábamos medio dormidos y la conversación fue confusa.

De hecho, a largos años del suceso, ambos recordamos hechos distintos.

Mi madre, por ejemplo, no recuerda nada de haberme cortado un dedo.

Yo, en cambio, lo recuerdo claramente.

Era un dedo pequeñito, a un costado de los otros, y sangró profusamente mientras lo cortaban.

Mi madre lo envolvió en un pedazo de toalla y lo guardó en una bolsa donde guardaba mis dientes.

Aún tengo una cicatriz pequeña, a un costado.

Puede parecer cosa extraña, pero estoy seguro que muchos pasaron por esto y no recuerdan.

Busque usted, por lo tanto, su pequeña cicatriz.

El mundo también la tiene, estoy seguro.

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