martes, 9 de septiembre de 2014

Un hombre de cartón.



Dibujamos con un molde un hombre de cartón.

Es decir, el contorno de un hombre de cartón.

Luego recortamos.

Como no es fácil –el cartón es grueso-, nos ayudamos con un cuchillo.

Mejoramos los bordes.

Hacemos terminaciones.

El hombre de cartón está sobre la mesa.

Lo observamos.

Lo ponemos frente al televisor.

Observa bombardeos el hombre de cartón.

Observa asesinatos.

Observa el resumen deportivo.

Permanece inmutable el hombre de cartón.

Analizamos.

Concluimos.

Tal vez no somos buenos artesanos.

Es decir, no le hicimos ojos, ni oído, ni mucho menos boca.

No quisimos hacerlo.

Y es que ser visto, ser oído y ser criticado, no son siempre cuestiones agradables.

Y esa es una razón, en parte.

Por otro lado, nos gusta así el hombre de cartón.

Lo preferimos así.

A veces, incluso, tirados en algún sitio, nos dedicamos a imitarlo.

Encendemos la televisión.

Intentamos cartonizarnos.

Lo envidiamos.

Al menos en algunos momentos, lo envidiamos.

De vez en cuando, incluso, pensamos en ponerlo al sol.

O apoyado en una planta.

O dejarlo frente a las estrellas, o frente al agua.

Pero claro, al final lo dejamos frente al televisor.

Y es que en el fondo, confieso, queremos provocarlo.

Confiamos en que no puede permanecer indiferente, tanto tiempo.

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