martes, 25 de noviembre de 2014

El texto instantáneo.


No es tan inútil como el agua en polvo, pero de todas maneras tiene algo de artificial que no me gusta. Con todo, recurro hoy a él porque el tiempo apremia y por una serie de otras razones que dejo de lado justamente por aquella primera que ya nombré y que basta por sí sola. Dicho lo anterior he aquí el texto instantáneo. Aquí mismo, me refiero. Yo escribo y ya está. Usted, si no me equivoco, lo está leyendo. Esa es la parte buena. Lo malo, es que requiere de una confianza en el lenguaje que no tengo. Es decir, requiere de alguien que crea que las palabras dicen exactamente aquello que queremos de decir. Cuestión que por ahora, por cierto, dejo de lado. Y es que ese es justamente uno de los sacrificios que requiere el texto instantáneo (creer aquello, me refiero). Otro sacrificio, en tanto, es renunciar a cualquier pretensión -estética o de sentido-, que pueda alcanzar dicho texto. Y es que el texto instantáneo tiene como única pretensión el ser, precisamente, instantáneo. Eso le basta, digamos. Y es que es egoísta el texto instantáneo, existe para justificarse a sí mismo, nada más. Y él lo sabe. De hecho, casi todos los textos instantáneos terminan hablando de sí mismos en vez de atreverse a enfrentar un tema del que no participen directamente. Este no es la excepción, como ya ve. De esta forma, los textos instantáneos suelen transformarse en instancias desechables, y a veces me apena recurrir a aquellos solo para eso. De usted depende, sin embargo, que puedan comprender y valorar su propia existencia, luego de su lectura.

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