miércoles, 22 de abril de 2015

** Izu

Texto bastante viejo, sin revisión y recuperado.

Por un error de guardado acabo de perder el que escribí hoy.

A pesar de los errores le tengo cariño, así que lo entrego así, sin siquiera releer para no arrepentirme.

Me había inventado que Izu era el nombre que se les daba a las flores del cerezo (sakura), pero justo en el momento en que se desprenden de árbol. En todo otro momento, siguen llamándose de la forma tradicional.

***

Izu.

Mientras dormía, luego del baile, Izu fue tomada suavemente por los pies y las muñecas y depositada en la parte trasera de un viejo transporte de madera. De haberse tratado de otra muchacha quizá habría despertado, pero la danza de Izu, resultaba tan extenuante, que sus sueños solían durar largas horas y hasta días, según decían las personas del lugar.
El lugar en sí estaba al sur de Kiushu, en un pequeño bosque de cedros por el que cruzaba un riachuelo al que comúnmente se acercaba algún ciervo que vagaba por el sector. Las leyendas sobre el lugar eran abundantes, y sobre todo las que hablaban de Izu, de su interminable danza entre los árboles y el movimiento incesante de sus vestidos, cuyos colores, por cierto, nadie acertaba a describir correctamente.
Izu fue llevada entonces, amarrada, en aquel vehículo de madera, y dejada por unos instantes en medio del pueblo mientras los hombres informaban a las escasas autoridades del lugar sobre lo que harían con ella.
El espectáculo era extraño. La gente se acercaba a Izu con gran temor y respeto, como si hubiesen atrapado algún dios perdido en los cerros o se tratase de una figura de hielo, ante la cual el más mínimo respiro podría transformar su talle o simplemente deshacerla. Por cierto, años después, cuando la gente intentó describir la figura de Izu se dieron cuenta que todo era infructuoso: nadie había retenido rasgos de su rostro, ni del vestido ni de nada que hubiese podido acercarnos a su verdadera condición.
Una vez obtenidos los permisos necesarios, los hombres que habían atrapado a Izu, -aunque ellos insistían en decir que la habían rescatado-, avanzaron con el vehículo hacia fueras del pueblo, con un andar suave y sereno, hasta que se perdieron de la vista de los habitantes del pueblo.
Izu despertó en una pieza a pocos días de la gran ciudad. Estaba sobre sábanas blancas, aunque para ella era imposible saberlo. Al levantarse bruscamente cayó sobre el piso del lugar por el cual se arrastró rápidamente hasta apoyarse en un rincón donde la encontraron los hombres luego de escuchar los golpes.
Izu entonces escuchó a los hombres explicarle que no querían hacerle daño, que esperaban que ella bailase en otros lugares, que se haría famosa, que existían muchas personas en la gran ciudad, -ellos remarcaban estas palabras como si encendieran luces-, que su arte debía ser apreciado por otros y que, en definitiva, esta sería una nueva experiencia de la cual podía esperar los mejores aprendizajes.
Izu movió su rostro hacia el origen de las voces de aquellos hombres, quienes pudieron ver que otra parte de la leyenda era también verdad: los ojos de Izu estaban velados por una tela similar a la de su vestido y no tenían expresión alguna. “Es ciega y muda, como las divinidades” les habían dicho en el pueblo, pero tantas cosas les habían dicho que una más había carecido por completo de importancia.
Durante los días siguientes Izu se negó a probar bocado alguno y tuvo que ser movida de un lugar a otro por los hombres ya que sus piernas parecían haberse quebrado y nadie podía imaginar ya que esa criatura, tirada entre aquellos velos como una pequeña novia muerta, podría haber danzado de la forma en que describían las gentes del pueblo hace apenas unos días.
Antes de entrar en la gran ciudad, que por cierto estaba llena de luces y ruidos que no lograban producir reacción alguna en Izu, los hombres se preocuparon de arreglar lo mejor posible su figura. Izu fue peinada, perfumada, y sentada en un banquillo en el cual fue subida hasta su pieza en el gran Hotel que estaba justo al centro de la ciudad y desde el cual podía verse casi totalmente.
Los hombres explicaron a Izu que en los próximos días un gran señor, -un gran señor de un gran país lejano-, quería verla bailar. Dijeron que este hombre había viajado grandes distancias para verla y que no podía decepcionarlo. Mientras la ubicaban en el balcón para que recibiera el sol de la tarde y le describían la gran cantidad de cerezos que estaban justo abajo del Hotel, Izu pareció recobrar un poco su energía, aceptó recibir algo de agua y desordenó un poco su pelo pues al parecer no le gustaba el peinado que le habían hecho los demás hombres. Luego hizo un gesto que entendieron los demás como el necesario para hacerlos abandonar la habitación y la dejaron sola.
Toda esa noche Izu estuvo sola en la habitación. No podemos asegurar que fue lo que hizo, pero quienes la vimos bailar la mañana siguiente suponemos que durmió muy bien guardando energías para lo que sucedió después.
Apenas amaneció las primeras personas vieron a Izu en el balcón. Como era un día extraño y corría una gran cantidad de viento, el largo pelo de Izu y su vestido ondeaban en la altura como una bandera que los dioses hubieran enclavado. El sol daba también contra Izu, y se formaban en torno a ella pequeñas sombras, con rasgos de escritura suave, como la respiración de un recién nacido mientras duerme y sus costillitas suben y bajan, verdaderamente vivas.
Bajo el Hotel comenzó a reunirse gente. El viento también los despeinaba a ellos y hasta movía a los más débiles. Pero no tenían miedo. Las flores de los cerezos habían comenzado a desprenderse y ascendían, con el viento, hacia donde estaba Izu. Entonces, ella, rodeada de flores, con el pelo y vestidos en el aire, como si levitara, danzó.
Ninguno de los que estábamos ahí podríamos decir cuánto duró ni mucho menos describir aquella danza. Es como querer modelar un rostro en el aire, o en el agua. Entonces Izu saltó. No tiene sentido cuestionar si voló verdaderamente o simplemente cayó entre los cerezos. Danzando. Como una flor que se desprende también del Hotel mientras los hombres forzaban la puerta cerrada desde dentro.
El viento no se detuvo hasta semanas después. La ciudad culpaba a los hombres que habían traído a Izu, quienes aparecieron por tv pidiendo disculpas a todos. No apareció, sin embargo, ninguna imagen de Izu.

Yo, que había tomado una fotografía, avergonzado, quemo la foto, como debe quemarse todo aquello cuya pureza debe permanecer así, en la ceniza, en el aire, en el interior de uno mismo.

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