martes, 4 de agosto de 2015

No lo decía en serio.


No lo decía en serio. Se le notaba. Desviaba la vista cuando las cosas que decía no iban en serio. Sin embargo, se veía linda cuando lo hacía. Eso era extraño pues tenía algo cautivante en esos momentos. Como si de cierta forma fuera agradable contemplar aquello que era verdadero solo en superficie. Lo que pensaba de ciertos temas. Lo bien o mal que podía caerle una persona. Lo que esperaba de la vida. Nada de eso lo decía en serio. Quizá por eso resultaba cautivante. Porque uno no podía saber cuál era su verdadero pensamiento, me refiero. Por otro lado, cuando realmente hablaba en serio, ella perdía gracia. Y la verdad expresada de esta forma, aunque más cierta, resultaba siempre más directa, más opaca. Así, su tono serio te llevaba a pensar: eso no más es ella. La conozco. Ella está ahí. A veces pienso que por eso se fue acabando todo. Suena mal, lo sé, pero es lo cierto. Y es que ella comenzó a hablar en serio. Y su seriedad resultó ser el fondo de un abismo demasiado bajo como para caer en él. Era apenas una última superficie bajo la superficie. Ella perdió gracia, en resumen. Por suerte ella se agotó antes que yo pudiera decir algo. Tampoco debo haber tenido mucha gracia, supongo. Cuando dejamos de vernos ella volvió a desviar la vista. Me deseó que estuviera de bien de esa misma forma. No lo decía en serio, por supuesto, pero se veía linda de esa forma. Dejó de ser ella misma y volvió a serlo, en resumen. Yo también desvié la vista.

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