jueves, 6 de agosto de 2015

Un vestido rojo y un vestido blanco.


Hoy vi a Bette Davis en medio de la lluvia, en una calle del centro de Santiago.

Iba toda empapada Bette Davis.

Hacía lo posible por ocultar sus ojos, pero la reconocí de igual forma.

Me dieron ganas de decirle que me había contagiado de fiebre amarilla, pero mentir no se me da bien.

Mi enfermedad es otra, le dije.

Ella entonces me preguntó por sus vestidos.

Llevaba dos puestos, al mismo tiempo, no me pregunten cómo.

Cuál te gusta más, me dijo, aunque advirtió que no eran para mí.

Yo me fijé entonces y contrasté el rojo con el blanco.

No podía decidirme.

Además estaba la lluvia y el movimiento de la ciudad y los ojos de Bette Davis.

Y claro, ella se impacientó y le preguntó a otro.

Yes que yo no era especial para Bette Davis.

Nada de películas.

Nada de fama.

Nada de dinero en el Banco, pensé.

¡Ni siquiera fuera del Banco…!

¿Qué podía ofrecerle a Bette Davis?

Intenté entonces encender dos cigarrillos y ofrecerle uno.

Ella notó de inmediato, sin embargo, mi falta de experiencia.

¿Ya te decidiste?, me dijo.

Yo intenté decir algo, pero no pude.

Cualquier cosa, pero no pude.

Solo se trataba de decir si el rojo o el blanco.

Tan fácil la hueá y no pude.

¿Qué podía ofrecerle a Bette Davis?

La lluvia seguía y Bette Davis esperaba mi respuesta.

La entrada dos mil, le dije entonces, sin pensarlo.

Puedo ofrecerte la entrada dos mil.

Rojo o blanco, hueón, dijo ella por última vez.

No íbamos a entendernos.

Dejé ir a Bette Davis.

Me quedé con la lluvia y el centro de Santiago.

Para ellos, en definitiva, la entrada dos mil.

Para nadie.

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