sábado, 3 de octubre de 2015

Loros para mi cumpleaños.


I.

Ella me regaló dos loros para mi cumpleaños.

Fue hace años.

Vivíamos juntos hacía poco tiempo.

Los loros estaban en una jaula cubierta con papel de regalo.

Nos visitaban unos amigos y había gran expectación.

-Te va a encantar –me dijo ella.

Entonces yo lo abrí y vi los loros.

Dos loros típicos.

Verdes y con plumas y un columpio cada uno.

Mientras los miraba los demás guardaban silencio, como esperando algo.

Yo no entendía por qué mierda me habían regalado dos loros.

Yo esperaba libros, como siempre.

Intenté sonreír o decir algo chistoso, pero no se me ocurría.

-¡Hueón! – me dijo entonces uno de los loros.

Yo lo miré, incrédulo.

-¡Chuchetumadre…! –me dijo el otro.

Ella y mis amigos comenzaron a reírse.

A mí no me hizo gracia, pero no podía enojarme.

Siguieron riendo toda la noche.

Luego mis amigos se fueron.

Ella se quedó, por supuesto.

También los loros.


II.

Recién al día siguiente me atreví a preguntar.

-¿Por qué me regalaste los loros? –le dije.

Ella sonreía, como si el regalo verdaderamente hubiese sido genial.

-¿Te gustaron? –preguntó.

-No sé… -dije, para no herirla-. Pero no me lo esperaba… ¿qué tengo que ver yo con esos loros?

-Es por lo que ellos dicen –lanzó.

-¿Es porque soy hueón y chuchemimadre…?

-No… –dijo, alegre-, pensé que eran chistosos… o sea, tú también eres chistoso, siempre estás bromeando y sabía que te harían gracia…

-Yo no soy chistoso –dije.

Ella se rio.

-De verdad no soy chistoso –insistí-. Solo lo aparento… si hasta sufro cuando me hago el chistoso… tú debieses saberlo…

-Deja de bromear –dijo ella, mientras me abrazaba.

Yo no sabía cómo explicarle que hablaba en serio.

Al final simplemente tuvimos sexo y seguimos la rutina.

De vez en cuando los loros soltaban sus improperios, pero esa era la única diferencia.


III.

-Ya sé que puedes hacer para que quieras esos loros –dijo ella, ocurrente.

Ya teníamos los loros hace una semana y era notorio que no me agradaban.

-¿Qué cosa podría hacer? –pregunté.

-Podrías ponerles nombres con los que estés encariñado… de autores chistosos, por ejemplo…

-¿Autores chistosos?

-Sí… podrías ponerle Vonnegut a uno y Fante al otro…

-Ellos no son chistosos… -intenté explicar-, o sea, parecen chistosos… ¿acaso no hemos hablado de la vida de Vonnegutt…? ¿No leíste incluso Matadero cinco y Las lunas de Júpiter…?

-Sí…

-¿Y?

-Pues eso, me parecieron chistosas.

Yo la miré intentando ocultar mi decepción.

-¿De verdad solo los encontraste chistosos? –pregunté.

-No solo chistosos –dijo-. También muy imaginativos.

Justo en ese instante tomé una decisión.


III.

Ante todo debo reconocer que el problema era mutuo.

Es decir, yo no la conocía y ella a mí tampoco.

Así, antes de irme, intenté escribirle una carta seria, explicándole por qué ese adjetivo no calzaba conmigo ni con Fante ni con Vonnegut.

Entonces leí la carta y me pareció altanera.

Altanera y también chistosa, si soy sincero.

Parecía una broma, de hecho.

La boté.

Escribí otra inventando que me gustaba otra chica y que ya estaba con ella.

Pensé que así sería más fácil.

Además ella estaría bien, de todas formas.

Guardé mis cosas.

Ordené el lugar.

Ella había ido a juntarse con unas amigas y llegaría tarde.

Lo último que hice, antes de salir, fue leer la carta en voz alta, para asegurarme de que pareciera honesta.

-¡Hueón! –me interrumpió entonces uno de los loros.

-¡Chuchetumadre! –me gritó el otro.

Tal vez tenían razón, me dije.

Años después, me encontré con ella y me contó que aún tenía los loros y que nunca volvieron a hablar.

Ella estaba alegre, como siempre.

Yo también parecía estarlo.

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