lunes, 23 de noviembre de 2015

No se puede estar en todas partes.


No se puede estar en todas partes, me dijo.

Yo escuché y luego alegué que todo era cuestión de voluntad.

Entonces ella me atacó diciendo que me metiera la voluntad en la raja.

Yo no supe qué responder así que cambié el tema.

El mundo se ha corrompido, dije entonces.

Al instante, ella arremetió diciendo que me metiera también el mundo en la raja, corrompido y todo.

Me demoré unos segundos sopesando la factibilidad lógica de aquello que había escuchado.

Fueron cavilaciones importantes.

Luego, no sé por qué, me fijé en que ella tenía las piernas torcidas.

Levemente, es cierto, pero torcidas.

Pensé en no decírselo, claro, pero lamentablemente lo pensé en voz alta.

No te voy a decir que tienes las piernas torcidas, me escuché decir entonces.

Ella, como si le hubiese dicho un cumplido, sonrió acongojada

Son la base de mi personalidad, señaló.

Yo sonreí también, de puro estúpido.

Quizá ayudó a esto la televisión, que permanecía encendida, junto a nosotros.

Estaban dando un noticiero eslavo.

En él, según entendí, se estaba mostrando la noticia de una marcha, que habían convocado unos jóvenes, para demostrar su propia existencia.

No tenemos pruebas de nada, deben haber dicho los carteles que llevaban.

Cuando quise comentar la noticia, sin embargo, ella me hizo callar y apagó y encendió y apagó y volvió a encender la televisión.

Disculpa, me dijo, pero nunca me han gustado las producciones húngaras.

Ni a mí las aceitunas, agregué yo.

Ella se rió entonces, estrepitosamente y hasta con ligeras convulsiones.

¡Cómo pesan estas cucharas…!, gritaba, mientras convulsionaba.

Para ayudarla le metí un pañuelo en la boca.

Esa no es mi boca, balbuceó.

Tú misma lo dijiste, concluí, no se puede estar en todas partes.

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