domingo, 27 de diciembre de 2015

El buzón-rana-distinguida.


No necesitaba más que el buzón de la esquina. Uno de metal, muy antiguo, que estaba ahí desde por lo menos treinta años. Llevar una carta, de hecho, y meterla por la ranura, era como alimentar una hermosa y distinguida rana de metal. O al menos yo lo imaginaba de esa forma. Así, buscaba excusas para enviar cartas a las personas más inverosímiles, desconocidos muchas veces a quienes escribía para contarles algo simple, nada más: ¿Sabe usted que su código postal se lee igual en ambas direcciones? ¿Me deja contarle un resumen de Luz de Agosto…? ¿Se sabe el chiste del cocodrilo que andaba con muletas…? Cosas de ese estilo. Supongo que era algo así como buscar lectores. Trabajo personalizado, claro, pero se trataba de conseguir lectores al fin y al cabo. Además estaba el asunto ese del buzón-rana-distinguida que se encontraba cada vez peor alimentado. Mis cartas sonaban siempre al chocar en el fondo, y lo cierto es que nunca vi a nadie más meter una carta dentro de él. Por esto, supongo, fue que comenzaron a espaciarse los retiros de cartas. Dos semanas en un principio y luego ya solo venían una vez al mes. Si su carta apremia, decía una circular adosada, le rogamos llevar su correspondencia hasta la sucursal más cercana. Aunque claro, yo no hacía eso… y dudo que alguien más utilizara el servicio de correos, en ese sector. Pasó entonces el tiempo hasta que un día me encontré con una nueva circular que anunciaba el retiro definitivo del buzón. Y claro, fue entonces que el buzón-rana-distinguida me exigió silenciosamente una carta de despedida. La escribí y la eché al buzón, días después incluso que lo hubiesen clausurado. Un par de semanas después vinieron a quitarlo. Rompieron la vereda, lo sacaron y lo echaron a un camión. Mi última carta iba dentro. Nunca escribí otra.

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