jueves, 21 de enero de 2016

Paseo a la casa de los huérfanos.



Arrendaban un furgón para ir a la casa de los huérfanos.

Era un furgón blanco con tres corridas de asientos en las que nos sentábamos alrededor de doce niños.

Antes de ir nos advertían que eran huérfanos y nos recordaban que no debíamos hablar de nuestros padres.

Tampoco teníamos que hablar de nuestras casas, mascotas, ni juguetes.

Solo vamos a hacerles compañía, nos decían. A jugar con ellos.

Vamos para ser buenos.

Ninguno de nosotros entendía muy bien esas razones, pero íbamos igualmente cada mes, desde el jardín.

Era el paseo a la casa de los huérfanos.                   

Lo marcábamos en un calendario, encerrando el día en verde.

Y claro, también hacíamos dibujos sobre esos paseos.

Extrañamente, todos pintábamos distintos a los huérfanos.

Distintos a nosotros, claro, con otros colores, con otro tamaño… con otras expresiones en el rostro, incluso.

Luego exponíamos esos dibujos y hablábamos con nuestros padres.

No sé por qué, pero siempre que exponíamos a los huérfanos  nuestros padres nos abrazaban.

Quizá en eso consistía ser bueno.

Eso debe haber durado como un año.

No sé bien la razón, pero recuerdo que en la última visita fueron ellos los que nos pasaron los dibujos.

Y claro, en sus dibujos los extraños éramos nosotros.

Nos reímos de eso en un inicio, pero luego nos asustamos.

Unos chicos se pusieron a llorar, incluso, mientras llegaba un guardia del lugar.


El guardia pensó que nos habíamos peleado.

Poco después volvimos al jardín y nos dijeron que ese había sido el último paseo.

Cumplieron su palabra.

De esta forma, tal vez, nos convencimos que éramos distintos.

Luego los olvidamos.

Con los años, de hecho, solo recuerdo sus dibujos.

Fue una historia sin final, si se piensa, como este texto.

Prácticamente no hubo daños.

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