lunes, 29 de febrero de 2016

Dios, en pelota, por el mundo.


Era en los tiempos antiguos. Cuando Dios salía a pasear en pelota por el mundo, como recién salido del baño. Y es que juraba que éramos hueones. Que no nos dábamos cuenta. No nos distinguía de las cosas. A veces, por ejemplo, se sentaba sobre un cerro a hacerse una paja. Debe haber creído que no sabíamos qué es lo que estaba haciendo. Caminaba rascándose las bolas. Se tiraba peos como si nada. Cero respeto, el hueón. Se sacaba los mocos y los pegaba en cualquier lado. Si pisaba vacas le importaba una mierda. A veces se entretenía sacándole las cabezas a las jirafas, o haciendo colgar de sus trompas a los elefantes. Era como un cabro chico indolente y malcriado. Pero claro, no era ni de cerca un cabro chico. Y supongo que nadie, tampoco, lo había criado. No sé cuánto tiempo habrá sido así. Cuántas generaciones, me refiero. A mí me tocó ser de los primeros en pararle los carros. Hicimos un grupo y fuimos a hablarle. Teníamos miedo, pero había que hacerlo. Que tuviera decencia, le dijimos. Respeto al menos por lo que había creado. El hueón nos miró como sin entendernos. Se acercó incluso a escucharnos. Le dijimos que era feo que anduviera en pelota. Le hablamos de los juegos con animales. Le mencionamos la masturbación pública. Que teníamos mujeres. Que había niños. Y claro, como pensamos que íbamos a morir no nos guardamos nada. Fue entonces que, preparados ya para lo peor, vimos cómo Dios se sonrojó, avergonzado. Como si no comprendiese aún que fuésemos capaces de incomodarnos. Y claro, supongo que fue la primera vez que se sintió observado. Se tapó rápidamente los cocos y se fue corriendo sin decirnos nada. No me tocó volver a verlo, pero comenzó a correr el rumor que ahora usaba túnica y que se peinaba la barba. El rumor de que había distinguido, digamos, no necesariamente la diferencia entre el bien y el mal, pero al menos la distancia que existe entre lo público y lo privado. De ahí en más supongo que quiso traspasarnos la culpa y creo que se excusó diciendo que aquel que vimos no era él, sino el diablo. No sé de quién es la culpa, sin embargo, de lo que ha de venir después. Doy testimonio al menos de lo que me tocó vivir, para ayudar a las generaciones futuras. Poco más tengo qué decir. Así era en los tiempos antiguos.

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