jueves, 4 de febrero de 2016

El otro Mr. Ripley.


Me acosté por un tiempo con una chica un tanto extraña.

Vivía en una casa de madera que había heredado de su abuela.

Tenía una biblioteca, en ese entonces, más grande que la mía.

De mascotas tenía una iguana, un erizo y un conejo.

La iguana se llamaba Simone, el erizo Jenofonte y el conejo Trumbo.

No tenía refrigerador ni tele ni vergüenza.

Era chistosa y unos diez años mayor que yo.

Cuando hablaba, solía nombrar las partes del cuerpo con nombres de escritores.

Al ombligo, por ejemplo, le decía Pirandello.

Al dedo gordo del pie derecho lo llamaba Tolstoi.

A la parte baja de su nuca la llamaba Virginia Wolff.

Al principio pensé que improvisaba, pero con el tiempo, comprendí que los nombres estaban rígidamente asignados.

A veces, se paraba desnuda frente a mí, y me interrogaba al respecto, igual que las mamás con sus hijos pequeños.

De hecho, en ese tiempo hice un dibujo con todos los nombres, pero lo perdí.

De todas formas, hoy me acuerdo de casi todos, y hasta me emociona recordar algunos.

Me refiero a que no se trataba de nombres genéricos, sino que estaban vinculados con ella, particularmente.

Tenía un lunar pequeño en un hombro, que se llamaba Clarice.

Rilke era su tobillo derecho.

Su codo izquierdo se llamaba Flannery.

-¿No te parecen muy pequeñas mis hermanas Bronte? –me preguntó una vez.

-Me parecen bien –le contesté-, pero las hermanas Bronte eran tres.

-Anne no cuenta –me explicó, mientras reía-. Esta es Charlotte… y esta es Emily

Desde entonces sin embargo, -y quién sabe si para compensar-, llamó a mis testículos Ortega y Gasset.

Así era ella, casi siempre.

De hecho, no puedo recordarla sin reírme también, un poquito.

Inventaba canciones chistosas.

Le gustaban las palomitas de maíz.

Tomaba tequila antes de acostarse.

Cuando yo fruncía el ceño decía que se asomaba Hemingway.

Cuando a ella le daba hipo, decía Juan Emar, Juan Emar…

Cuando se nos acababa el dinero estábamos Franz Kafka.

Una de las últimas noches que nos vimos, escuchamos latir nuestros corazones.

Su corazón era Vian, pero esa vez lo renombró Míster Ripley.

El mío era Pequeño Faulkner.

-Míster Ripley es un personaje –alegué esa vez-, estás cambiando las reglas…

Ella no dijo nada, pero inventó una canción.

La canción se llamaba “El otro Míster Ripley”.

La letra era chistosa, salvo al final, pues ahí me contaba que ella tenía que viajar.

Mi Pequeño Faulkner se recogió entero.

Nos juntamos una vez más antes que se marchara.

Intentamos hacer como si no hubiese novedad alguna.

No resultó muy bien.

Con el tiempo demolieron la casa y ella me envió una carta.

Estaba viviendo en Alemania y se había casado.

Fue en esa carta que me dio mi nuevo nombre.

Tú eres Vian, decía, hacia el final de la hoja.

Tú ahora eres Vian.

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