sábado, 12 de marzo de 2016

La belleza de las guerras perdidas de antemano.


I.

No hay belleza en la guerra.

Salvo en aquellas
ya perdidas
de antemano.

La vida, por ejemplo.

El amor, por ejemplo.

El pago de las deudas,
por ejemplo.

Eso lo digo,
por supuesto,
como un primer alcance.


II.

No hay belleza en la guerra.

Ni tampoco, por cierto, hay belleza en la paz.

Aunque la paz, sin embargo,
siempre está perdida,
de antemano.

Y es que en el fondo,
si se piensa,
poco se arriesga,
en ese estado.

Eso es lo que pienso, por supuesto,
pero puede ser
que me equivoque.

Si no está de acuerdo,
por cierto,
saque un número.

Lo atenderé sin falta
al final de todo esto.


III.

Morir en paz, te dicen,
como si fuese un logro.

Yo, en cambio,
prefiero que mi sangre explote,
como después de un corte,
en las películas de samuráis.

Si salpica al lector, incluso,
sería un sueño cumplido

Y poco me importa
-le digo desde ya-,
si usted está (o no está)
de acuerdo con mis palabras.


IV.

No hay belleza en la guerra.

Salvo en aquellas, decía,
ya perdidas de antemano.

La carrera literaria.

La búsqueda de Dios.

O la solicitud sorpresiva
de un aumento de sueldo.

Ordénelas usted, si gusta,
de acuerdo a sus propias preferencias.

Yo, en tanto,
(si preguntan)
voy a descansar un poquito.

Y es que avecinan, prontamente,
batallas definitivas.

La pérdida total.

La sangre salpicada.

El aniquilamiento repentino.

No digan después que no di pistas.

No digan después que ignoraban
la belleza de las guerras
perdidas de antemano.

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