domingo, 29 de mayo de 2016

De vez en cuando.


De vez en cuando voy a un bar de viejos. No es que yo esté muy joven, pero calculo que hay varios que me doblan en edad, así que me siento con derecho de llamarlos de esa forma. Por lo general voy ya algo mareado y juego briscas o dominó hasta que me dejan de lado porque no me gusta llevar cuentas. Entonces me cambio de mesa y comienzo a hablar con el viejo que siempre queda a un lado, más callado. Siempre hay uno. Por lo general toma vino y hace durar los vasos, pues no suele tener mucho dinero. De hecho, a veces queda afuera del dominó por eso, porque le falta dinero para apuestas y no puede seguir el ritmo, pienso yo. Y claro, como cuesta sacarle palabras trato yo de comandar la conversación. Pocas veces lo hago, es cierto, pero en esas oportunidades acostumbro invitar un botellón y preguntar cosas hasta obligar al otro a contar algo. De vez en cuando llegan historias buenas. Otras veces solo llega el silencio absoluto. Anoche mismo, por ejemplo, estaba en un bar hablando con un viejo que había nacido en Bahía Inútil, lugar del que ya había escuchado y que han utilizado ya bastantes escritores y músicos así que mejor voy a dejar de lado. El viejo tenía un par de historias interesantes y era bastante amigable, aunque debió irse pronto del lugar. Entonces me quedé un rato más a solas, mientras anotaba algunas ideas. Por último, cuando ya me iba, llegó un tipo joven, posiblemente un universitario. Se sentó cerca y pidió cerveza. Luego me invitó otro vino. Entonces comenzó a hacerme preguntas y a tratarme de usted. De vez en cuando anotaba en su celular. Respondí un par de cosas. Luego sentí que ya era tarde. Finalmente, cuando él fue al baño, escupí en su vaso y me fui del lugar.

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