miércoles, 4 de mayo de 2016

Romper un espejo cada siete años.

“El mundo parece estar inundado de maldiciones.
Así, si te sucede algo extraño,
es difícil saber qué maldición exacta
lo ha causado”
H. M.

No sé a usted, pero a mí me pasa.

Me refiero a eso de romper un espejo cada siete años.

No es que sea supersticioso en todo caso.

Ese no es el punto.

Es decir, tengo claro que el espejo roto no tiene la culpa.

Ni el espejo, ni los gatos negros, ni tampoco las escaleras bajo las cuales caminamos.

Sin embargo, me llama la atención la periodicidad de ciertas situaciones.

Las órbitas estables digamos, de esas supuestas maldiciones.

Y es que eso me genera temor, finalmente.

El asunto ese de las órbitas, me refiero.

Ese germen que hace surgir las grandes interrogantes.

Descubrir aquello en torno a lo cual giramos.

Y descubrir también, por cierto, aquello que hacemos girar, en torno a nosotros.

Y claro, quizá por eso, es que prefiero finalmente quebrar un espejo, cada siete años.

Fragmentarme cada cierto tiempo.

Quebrar el mundo.

Descomprenderlo incluso, si es que aceptan el término.

Romper el espejo en el que está el mundo comprendido.

Romperlo y comenzar de nuevo.

Siempre cada siete años.

Y es que vale la pena, supongo.

Vale la pena el corte incluso y la maldición adjunta.

Borrar lo que sabemos.

Borrar lo que vimos del mundo.

Borrar lo que vemos –y creímos saber-, de nosotros mismos.

Y es que ese es el espejo quebrado finalmente.

La bella maldición de comenzar de nuevo.

Rearmar y rearmarnos.

Bella maldición.

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