jueves, 30 de junio de 2016

Trece Van Goghs.


Yo digo que en la noche.

Todas las noches.

O anoche al menos.

Salen trece Van Goghs a pintar el mundo.

No llevan las pinturas a mano, claro.

Y no a todos le falta el trozo de oreja.

Pero claro, son trece y salen a pintar el mundo.

No digo que todos lo hagan.

Tampoco digo que alcancen para todo el mundo.

Pero claro, algún lugar pintan.

Anoche al menos pintaron acá cerca.

Yo salgo a descubrirlos y lo cierto es que me es fácil.

Yo simplemente salgo y observo.

A veces veo a uno predicando.

Alguno corriendo tras una prostituta.

O a otro masturbándose a escondidas en un cíber.

Esos son parte de los trece Van Goghs.

Tan seguro estoy que a veces me acerco y los encaro.

Tú eres uno de los trece, le digo.

Y claro, puede que lo nieguen, pero a mí no me engañan.

De hecho, a veces arrancan cubriendo el bolso donde claramente llevan su puntura.

Trece Van Goghs.

Casi siempre van solos.

¡Pobres tipos…!

¡Pobres los trece Van Goghs…!

Su locura no les deja ver que hacen el loco acá en el mundo.

Suelen dormir en bancos, o en callejones o en sucias casas amarillas.

Antes de eso pintan, claro.

Y después también.

Pinceladas gruesas que no se comprenden lo más mínimo.

Obras incompletas, digamos.

Pinceladas que los que no son parte de los trece Van Goghs van borrando, tras sus pasos.

De vez en cuando alguno pasa hambre.

De vez en cuando otro se corta una oreja.

De vez en cuando el más viejo se pega un tiro.

¡Pum!, suena el tiro.

Esto último es extraño.

Extraño ya que siempre son trece.

O casi siempre.

Trece Van Goghs que salen a pintar el mundo.

Da lo mismo si los vemos o dejamos de verlos.

Igual no entendemos una mierda.

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