viernes, 3 de junio de 2016

Un pozo sin profundidad.


De chico vi una película y me fui directo al patio a cavar un pozo.

Una especie de túnel, supongo, para llegar a otro sitio.

Pero claro, cavar es más difícil de como se ve en las películas.

Y mucho más para un niño, por supuesto.

Lo intenté varias tardes, de hecho, y no logré sino mover un poco de tierra.

En casa ni siquiera supieron qué era lo que estaba haciendo.

Así, de a poco, fui cambiando de planes.

Primero un túnel.

Después un pozo.

Luego un espacio pequeño para tenderse, como en una especie de tumba.

Al final, sin embargo, fracasé en cada una de esas posibilidades.

Para peor, debía hacerlo a escondidas, pues no me dejaban jugar con tierra.

Así, si bien desistí, en el patio quedó un pequeño desnivel.

Un pozo sin profundidad, pensaba yo.

Y claro, supongo que fue entonces que me convencí, que la profundidad era una cuestión innecesaria.

Una pretensión, a fin de cuentas.

O hasta una superficialidad distinta.

Y es que me acostumbré a pensar que esa hendidura era un pozo.

Un pozo que nadie veía, salvo yo.

Un pozo sin profundidad, pero con una superficialidad distinta.

Un túnel que me regresó al punto de inicio.

Una enseñanza clara y evidente.

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