sábado, 2 de julio de 2016

Un acuario vacío.


Tuve por un año un acuario vacío.

Vacío de peces, me refiero.

Sobre una mesa, lleno de agua y con un motor encendido para renovar el oxígeno.

Nunca quise un pez.

Por un mes tuvo unas algas de plástico y la figurita de un buzo.

Luego saqué el buzo y posteriormente las algas de plástico.

Semana por medio cambiaba el agua.

Nunca me pareció absurdo.

Me sentaba frente a él y me gustaba observar el agua.

El motor hacia salir burbujas por una manguera que estaba en una esquina.

Como a las seis de la tarde le llegaba la luz del sol, desde un ángulo de la ventana.

De noche, lo iluminaba parcialmente la luz de una lámpara.

Me gustaba observarlo, en ese estado.

A veces leía, junto a él.

Puede haber sido idea mía, pero el agua se veía distinta según lo que leía.

Una vez, incluso, sentí que me exigía leer en voz alta.

Creo que le leí El conejo que sabía pensar, de la Lispector.

Pueden no creerlo, pero el agua se tornó distinta.

Suena absurdo, pero puedo jurar que fue cierto.

Con el tiempo, algunas visitas comenzaron a comentar que era algo extraño.

Y claro, yo llegué a pensar que tenían razón.

Que era el reflejo de una vida vacía o al menos una muestra de inmadurez.

Y claro, un día en que me sentí más adulto, llevé el acuario hasta el baño y arrojé el agua por el lavamanos.

Fue algo estúpido, pero recuerdo que lloré esa vez.

Lloré sintiéndome estúpido, por cierto.

Finalmente, dejé el acuario en un rincón, junto a otras cosas que fueron olvidadas.

Así es como se vacía el corazón, supongo.

Y eso es todo.

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