viernes, 19 de agosto de 2016

El último fósforo.


Te enseñaron que había que guardar el último fósforo.

Lamentablemente, no te dijeron para qué.

Por esto, solo lo guardaste y olvidaste que era un fósforo.

Y el frío y la noche, no fueron suficientes para hacerte recordar.

No estuviste bien, en definitiva.

Tuviste frío, incluso.

Tuviste miedo.

Puedes negarlo, pero yo te observé en ese entonces.

Tú, en cambio, para verme, habrías tenido que encender lo guardado.

No siquiera lo pensaste.

No hubo opción alguna de acercarte a tomar el último fósforo.

Y el frío, entonces.

Y la noche.

Ambos llegaron y no sentiste el tiempo.

Los relojes no sonaron.

No hubo gritos.

El cansancio, incluso, llegó de otra forma.

Todo pareció, en definitiva, cooperar con el olvido.

Todo se oscureció, decía, incluida la memoria.

Y es que olvidaste, sin más, que el fuego podía mantenerse.

Y olvidaste, también, que los fósforos son menos importantes que el fuego.

Eso es lo que ocurrió, en definitiva.

Y el último fósforo quedó clavado en ti como una estaca.

Una bandera negra en medio de la noche.

Una promesa de sol en medio del frío.

Justo en el centro de aquello que eras y olvidaste.

Te enseñaron mal, pequeña, eso es lo que ocurrió.

Tú eras el último fósforo.

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