miércoles, 24 de agosto de 2016

Pulgares.


Soñé que no tenía pulgares.

No sé qué significa ni creo en esas cosas.

Lo llamativo es que el sueño duró mucho y la sensación fue muy certera.

Yo miraba mis manos y, sabiendo en parte que se trataba de un sueño, pensaba cómo era posible tener esa sensación de carencia.

Cómo mi cerebro creaba dicha sensación, me refiero.

Así, en el sueño, intentaba tomar cosas.

Peinarme.

Pelar una manzana.

Cosas comunes, digamos, que costaban un poco más.

Luego avanzó el sueño y me fui acostumbrando.

Podía vivir así, me refiero.

Costaba un poco más hacer cada cosa, pero no era algo de vida o muerte.

Entonces, en el sueño, pensaba qué sucedería si me faltase alguna otra cosa.

Orejas, un brazo, un ojo, las piernas.

Cosas de ese estilo, pensaba.

Y claro, pensaba también qué debiera faltarme para sentirme irremediablemente desdichado.

Irremediablemente imposibilitado de ser yo, me refiero.

De esta forma, mientras pensaba esto, creí darme cuenta que el yo se manifestaba igual.

Hablo de las conclusiones en el sueño, por supuesto.

Así, de pronto, como si conscientemente hubiese decidido comprobarlo, me encontré convertido en algo que bien pudo ser un tallo.

O el tronco de mi cuerpo tal vez.

Nada oía, nada olía, nada veía.

No tenía extremidades ni posibilidad de movimiento.

Estuve así bastante tiempo.

Nada del exterior entraba a mí para ser procesado, pero seguía teniendo una certeza: Era yo.

Y eso bastaba en el sueño.

De hecho, el yo era más fuerte cuando no había mundo alguno que no fuera el yo.

Entonces –aún no sé explicar bien por qué-, intenté quedarme el mayor tiempo posible en ese estado.

Finalmente, desperté tranquilo unas horas después. O eso me pareció, al menos.

El mundo era ruidoso y estaba ahí, al igual que mis pulgares.

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