viernes, 18 de noviembre de 2016

Amén en cualquier caso.


Ella iba cada semana al lugar de oración, pero nunca oraba.

Pedía permiso para entrar, y avanzaba por el sendero apenas comenzado el día.

Se sentaba sobre el pasto.

Tocaba las piedras.

Casi siempre seguía el andar de algún bicho.

A veces intentaba orar, pero sentía que mentía.

Entonces dejaba de intentar.

Llevaba siempre una botella con agua.

Bebía sorbos cortos y a veces le gustaba mojar un poco sus manos.

Si hacía calor se humedecía la frente.

Un par de veces llevó duraznos.

Se quedaba en el lugar aproximadamente una hora.

Luego llegaba más gente y ella decidía regresar.

Saludaba moviendo levemente la cabeza y sonriendo un poco.

De todas formas se mostraba un tanto inquieta.

En el fondo le costaba entender a las personas que oraban.

Siempre se preguntaba qué decían.

También se cuestionaba qué debían sentir, cuando rezaban.

No se atrevía a confesarlo, por supuesto, porque se sentía tonta.

Y por sentirse tonta también, sentía que no sabía nada de sí misma.

Por ejemplo, había ocasiones en que lloraba, sin saber por qué.

Asimismo, también una vez la habían retado, por reírse sola.

¿Cómo iba a poder orar, entonces?

¿Cómo iba a saber por qué pedir, o por qué cosas dar las gracias?

Y es que lo peligroso de orar, pensaba ella, era orar de la forma equivocada.

En varias oportunidades, recuerdo, me dijo aquella frase.

Y claro, también me contó que cuando iba a aquel lugar, solía decir la palabra amén, antes de marcharse.

Nada más sé de aquella chica.

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