domingo, 6 de noviembre de 2016

Un dedo.


I.

De niño me encontré un dedo. Con uña y todo. Un dedo adulto. Fue en un sitio abandonado que quedaba cerca de casa, donde de vez en cuando se venía a instalar un circo. Como había estado al sol, el dedo ya estaba medio seco. Con todo, su apariencia seguía siendo la de un dedo. Y su olor era repulsivo, por supuesto. Por lo mismo, recogí el dedo tomándolo con un cartón y lo metí en una bolsa plástica. No dije nada a nadie, en ese entonces, sobre el dedo. De hecho, creo que lo escondí, simplemente, en un tarro con juguetes, al interior de una bolsa sellada. No recuerdo que nadie lo haya descubierto. Solo sé que lo volví a sacar tiempo después y lo cambié a otra bolsa. El dedo estaba totalmente seco y ya no echaba olor, aunque todavía tenía piel y la uña delataba su naturaleza. Tal vez con el tiempo yo mismo lo boté, o lo enterré en algún lado, pero sinceramente no recuerdo nada más sobre el dedo en particular.


II.

Lo que sí recuerdo es que desde que me lo encontré, comencé a buscar al dueño o dueña de aquel dedo. Salía a caminar y miraba las manos de mis vecinos o de la gente que iba por ahí. Al principio buscaba una herida, por supuesto. Luego simplemente contaba los dedos. No importaba que la mano se viera normal, yo debía asegurarme. Debe haber sido extraño, pero lo cierto es que siempre fui un poco extraño, de pequeño. Silencioso, me refiero. Algo desequilibrado, incluso. Más allá de eso lo de contar los dedos es una costumbre que me queda hasta ahora.  Además, de vez en cuando, uno se encuentra con sorpresas.


III.

No fueron muchas las personas que descubrí tenían cuatro o menos dedos en alguna de sus manos. En cambio, me sorprendió la gran cantidad de gente que tenía seis. El almacenero de la cuadra, por ejemplo. El sacerdote de la iglesia. La mamá de un amigo. Y un tío que trabajaba haciendo muebles. Fueron más, por supuesto, pero nombro aquí a los del entorno de ese entonces. En todo caso, nunca les hice comentario alguno, al respecto. Y claro, tampoco revelaba a nadie mi descubrimiento. Eso fue así al menos hasta que se me ocurrió confiar en un vecino. Para peor, él lo contó como un hecho grave y recuerdo que una vecina fue a hablar con mi madre, quien me abofeteó sin pedir siquiera una explicación.  La mano me quedó marcada en la mejilla, recuerdo. Una mano con seis dedos.


IV.

Comencé a sospechar entonces que a los adultos, de vez en cuando, les brotaba un nuevo dedo. Luego, cada uno, veía si se lo arrancaba o no. Llegué a esta concusión pues vigilando a mi madre pude ver que ella a veces tenía cinco y otras veces seis dedos, en su mano derecha. Nunca, en todo caso, comentamos nada sobre todo aquello. Supongo que crecí simplemente y olvidé mis conclusiones. Es decir, seguí contando los dedos, pero dejé de lado todo tipo de conclusiones. Esto ocurre hasta el día de hoy. Simplemente se trata de un registro. Así, si cuento cuatro cinco o seis dedos, no me hago el menor problema. Simplemente es un dato que incorporo y averiguo de manera automática. Y no me siento mal, ni culpable, ni extraño, por aquella costumbre.


V.

De vez en cuando ocurre que dudo de mis recuerdos. De lo que realmente pasó o sentí en algún momento de mi vida. Por ejemplo, los hechos indican que mi madre nunca tuvo más de cinco dedos. Y claro, cuando cuento lo del dedo encontrado también suena como un hecho algo ficticio. En todo caso, no me parecen cuestiones graves. Asimismo, de no ser ciertos, tampoco me parecen grandes mentiras. Por lo mismo, dudo que yo fuera diferente, si mis recuerdos fuesen otros. Eso concluyo si pienso en mis recuerdos.


VI.

Quería darlo a entender simplemente y no decirlo, pero lo cierto es que la realidad se cae a pedazos. No se sostiene, me refiero. Basta fijarse en las costuras o buscar cosas por el suelo. En este sentido, aprovecho de aclarar que lo del dedo es un ejemplo, y no una metáfora. No creo en las metáforas. Y es que la realidad se viene abajo, eso es un hecho. Ahora le toca a usted dudar o no dudar, simplemente. O buscar en las noticias. O contar sus propios dedos. Y nada de esto, repito, es o puede ser, una metáfora.

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