La montaña.

Subí la montaña.

Con gran esfuerzo subí la montaña.

Me dijeron que arriba estaba Dios, y yo subí.

De puro incrédulo, subí.

Y la montaña no se terminaba nunca.

Cada vez que dormía, o descansaba, la montaña crecía.

Cien metros, crecía.

Parece poco, pero eran cien metros escarpados.

Divisé, mientras subía, cosas nunca vistas.

O por mí, al menos, nunca vistas.

De vez en cuando un animal.

De vez en cuando un árbol extraño.

La nieve solo llegó los últimos días.

Tenía frío.

Estaba cansado.

No es tan bella la nieve cuando tienes frío y estás cansado.

Ya al final, prácticamente, encontré un muerto.

Un hombre muerto, me refiero.

Estaba al costado de una roca.

No lo lloré pues no lo conocía.

El cuerpo estaba sentado, congelado, apoyado en la roca.

Pensé en hablarle, pero estaba muerto.

Además ya se divisaba la cumbre.

Me esforcé al máximo pues ya faltaban pocos metros y subí toda la noche.

Justo cuando amanecía llegué a la cumbre.

No sentía un pie y la luz no me dejaba ver qué había.

Y es que me habían dicho que ahí estaría Dios, y yo busqué.

Entre el reflejo busqué.

Así, encontré de pronto una oreja.

Frente a mí, en la cumbre de la montaña, una oreja.

Dios era una oreja.

Avancé hacia ella y de pronto observé que junto a la oreja había una mano.

Junto a la oreja, en la cumbre de la montaña, una mano.

Así que Dios es una oreja y una mano, me dije.

Me dediqué entonces a observar mejor y ver si Dios era algo más.

Pero nada más había ahí, salvo la cumbre.

Entonces tras pensarlo un poco intenté decirle algo.

Una frase, apenas, quise decirle.

Pero entonces, la mano cubrió la oreja y Dios no quiso escucharme.

Era una frase pequeña, nada más, pero Dios no quiso escucharme.

Me quedé ahí, entonces, mirando a Dios.

Mirando a Dios en la cumbre de una montaña.

Cansado, con frío, decidí juntar fuerzas y bajar antes que se hiciese tarde.

Así lo hice.

Cuando pasé junto al muerto, apoyado a la roca, me fijé que sonreía.

Muerto y todo, sonreía.