sábado, 24 de diciembre de 2016

Nací para rehén.

Para C. F., con afecto.


Es de noche.

Suena el timbre y tras dudar un rato salgo a ver quién llama.

Afuera hay una chica de unos diez o doce años. Se ve muy ordenada, lleva un vestido de lunares y hasta usa pinches como los de antaño.

Apenas comienza a hablar me fijo que tiene una maleta pequeña en una de sus manos.

-Nací para rehén, -me dice, como recitando un texto que parece haber aprendido de memoria-. Ya sabes, para estar a la fuerza en un lugar, como moneda de cambio. Suena terrible, pero al menos sabes que si eres rehén eres importante para alguien. No sabemos cuánto, claro… pero es una forma, extraña si quieres, de averiguar tu valor.

-Por otro lado, -siguió-, ser rehén te alivia de la necesidad de realizar acciones libres. Es decir, te libera de decidir, digamos, qué hacer. Y te libera también, entonces, de construir tu propio significado.

-Ya –dije yo, pues no sabía qué decir.

-En este mismo sentido –continuó-, ser rehén transmite una sensación de seguridad. Una sensación que tiene que ver con el ser valioso para otros. No solo para aquel a quien coaccionan, exigiendo cierto pago, sino que también tienes un valor para el secuestrador.

-...

-Me refiero a que puede tratarte mal, pero él sabe que puedes transformarte en algo que él o ella necesita -concluyó.

-¿Por qué me dices esto? –pregunté entonces.

Ella me miró y esperó a que comprendiese, sin decir palabra.

Minutos después, entró en la casa, se sentó en una silla, puso los brazos a un costado y con un gesto me indicó que abriese su maleta.

Yo la abrí.

En ella encontré una soga, un número de teléfono y unas mudas de ropa.

-Gracias –dijo entonces, mientras yo revisaba la maleta-. No te preocupes. Yo nací para esto.

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