viernes, 27 de enero de 2017

Diez chicas haciendo mandalas.


I.

Un parque en el barrio alto.

En la mañana practican yoga.

Unas diez mujeres practican yoga.

Una hora practican.

Hacen una pausa, eso sí, tras treinta minutos.

Durante la pausa, beben jugo natural de arándanos.

Lo venden en un pequeño local, que está a un costado del parque.

Yo también me compré uno.

Mientras lo beben, conversan amistosamente.

Me acerco lo más que puedo.

Aunque lo intento, no alcanzo a escuchar de qué hablan.

Lego regresan a su clase y yo las sigo.

Ni siquiera sé por qué las sigo.

La mañana está agradable.

Al finalizar la clase respiran hondo.

Guardan sus cosas y sacan el celular.

La mitad de ellas, más o menos, se dirigen a sus autos.

Luego se van.


II.

Un parque en el barrio alto.

Por la tarde es como la máquina del tiempo.

Llegan diez chicas a hacer mandalas.

Se van hasta unas mesas y escuchan a la encargada.

Se parece mucho a la instructora de yoga.

Una hora dibujan mandalas.

También hacen una pausa y van hasta el local.

Acá al menos las compras son más variadas.

Agua mineral, calugas de leche, dulces de mazapán.

Entonces vuelven y terminan los mandalas.

Luego se los muestran, entre ellas.

Finalmente, se van.


III.

Un parque en el barrio alto.

Un centro cultural, en realidad.

Ya casi es de noche.

En una hora debiese partir mi clase.

Una especie de taller literario, digamos, para abreviar.

Me dijeron que tendría diez alumnas.

Mientras espero, siento un poco de ceniza, en el aire.

Nunca he hecho yoga ni dibujado mandalas.

No me gusta el jugo de arándanos, ni tampoco el mazapán.

Diez minutos antes de la clase me voy del lugar, sin convicción alguna.

Nadie me espera en casa.

Escribo en un blog que nadie visita.

Me acuerdo de las chicas haciendo mandalas.

El corazón no ha latido en todo el día.

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