martes, 10 de enero de 2017

Viejos.


Los viejos aparecen de todos lados.

Por lo general vienen atrás, pero su constancia les abre nuevos sitios.

Al doblar una esquina.

Un par en el negocio del barrio.

Una placa al abrir un cajón.

A veces hasta entras al baño y hay uno tendido en la bañera.

Y claro, ¡lo peor es que ni siquiera sabes si están muertos…!

El de la bañera, por ejemplo.

Yo le busqué el pulso y no encontré nada.

Luego vino un vecino y finalmente un paramédico.

Finalmente, cuando llamábamos a la funeraria, el viejo reaccionó.

Se reía tan fuerte que nos contagió a todos.

-Me río de ustedes, imbéciles… -nos dijo entonces.

-Ya –dije yo.

Entonces se fue al dormitorio y vi de lejos cómo se metía en la cama.

Al parecer, en ella, se acostaba con otro de los suyos.

Otro de los suyos que, dicho sea de paso, tampoco sabía que estaba ahí.

Me asomé entonces a la puerta y pude ver a uno de los viejos encaramándose sobre el otro.

Tras varios minutos recién pude darme cuenta que el segundo viejo era un ella.

Gemía con voz cansada y llamaba por su nombre al primer viejo.

Después de unos minutos, cada uno se tendió a un costado y me miraron fijamente.

-Nada de esto es tuyo –me dijeron.

Yo preferí no replicar.

Por las ventanas, mientras tanto, se acercaban otros viejos.

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