jueves, 6 de julio de 2017

Ellos desesperan.

Se desesperan porque no saben. Ríen y se desesperan pues es lo único cierto. Un juego en medio de la absoluta falta de certezas. Un juego como una  mancha en medio de la nada. Ellos desesperan. Todo se entiende si hacemos las conversiones adecuadas. Si una emoción es una certeza, por ejemplo. Por eso la desesperación es también una certeza. De ahí que el juego consista en eso. En hacerse consciente de esa nada. En mirar el abismo y desesperar. Y en desesperar y reír, en última instancia. Yo los he visto. Yo los he escuchado buscar esa desesperación. Miran imágenes. Comparan evidencias. Se hacen preguntas unos a otros. Por eso ellos desesperan. Porque no saben, me refiero. Porque no hay nexos entre las imágenes. Porque no hay sentido. Porque aquello es el último grito de la carne exigiendo algo al espíritu. Ellos desesperan. Me gusta verlos cuando desesperan. Y es que parecen vivos, entonces. Me gusta verlos temblar ante el espejo. Doblarse y gemir tras el abandono del que aman. Temblar cuando intentan sacar esa mancha de las ropas. Desesperar porque saben, en el fondo, que esa mancha es lo único cierto en medio del espectáculo. Me gusta oírlos gritar cuando se abrochan los zapatos. Cuando cambian la hora en los relojes. O cuando repiten su nombre en voz alta. Me da esperanza su desesperación, en definitiva. Y es que aquí la historia viene desde un principio con el desenlace escrito. Al final el sol se apaga y nada tiene sentido, dice aquella historia. Una bella y simple historia, digamos. Pero las uñas se entierran en la carne. 

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