viernes, 6 de octubre de 2017

Ella se lavaba las manos.


Fue en ese tiempo en que a ella le dio por lavarse las manos. A cada rato, me refiero, ella se lavaba las manos. Donde anduviera. Interrumpiendo la labor que estuviera realizando. Pues bien, yo digo que fue en ese entonces que comenzó el problema. Porque el problema, por cierto, no era que ella se lavase las manos. Eso era algo incómodo, nada más. Algo que impedía que cualquier situación transcurriera de forma natural, es cierto, pero no nos llevaba realmente a una situación más grave. Por ejemplo, si íbamos en auto a algún lugar ella no solo se lavaba las manos al salir y al llegar, sino que pedía detenernos para enjuagarse las manos a un costado, con alguna de las botellas que por ese entonces siempre andaba trayendo llenas de agua. A lo que voy es que eso no era tan terrible. A veces lo tomábamos a broma, nada más, pero no recuerdo que hayamos discutido directamente por esas situaciones. Lo que sí recuerdo –aunque no de forma tan precisa como aquello-, es que fue por ese entonces que nos fuimos alejando. Como pareja, digo yo. Menos conversaciones. Menos hablar de proyectos a largo plazo. Menos sexo, incluso. Todo nos fue llevando a un sitio más lejano y cuando nos dimos cuenta –o al menos cuando yo me di cuenta-, ella estaba a una distancia que ya no se podía acortar. Lavándose las manos, además. Viendo como el agua corría entre ellas. Eso es lo que pienso al menos si me preguntan del asunto. Esa es la imagen que recuerdo de ese entonces. No culpo a nadie. Nos distanciamos como muchas parejas. Y antes de eso nos quisimos, como muchas más.  Yo quedé en un sitio y ella en otro, lavándose las manos. Ni siquiera es metáfora. A veces las cosas ocurren de esa forma, nada más.

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