domingo, 18 de febrero de 2018

Ni siquiera los dioses conocen la verdad.


I.

Ni siquiera los dioses conocen la verdad.

El otro día, por ejemplo, se me acercó uno a hablar y no se sabía mi nombre.

Por lo mismo yo, que me sabía el suyo, fingí entonces haberlo olvidado.

Ante esto, el dios me dijo que él habría conocido el mío si yo hubiese recordado el suyo.

Y claro, yo que lo sabía supe en ese instante que hasta los dioses mienten.


II.

Me siguió ese dios durante varios días.

Al parecer quería hacerlo a escondidas, pero su torpeza acababa siempre por delatarlo.

Cruzaba el semáforo en rojo, se tropezaba con las cunetas y hasta lo mordió un perro en una pierna, posiblemente por su actitud sospechosa.

Cuando los creamos no recuerdo que les hayamos puesto dientes, comentó mientras le curaba la pierna.


III.

Esa noche me acompañó hasta la casa y le preparé una cama, en un futón.

Según él no necesitaba dormir, pero lo escuché roncar a los pocos minutos.

Por la mañana también negó necesitar alimentos, pero al final del desayuno ya se había comido cuatro panes.

Para compensar puedo multiplicar los que te quedan, dijo al terminar.

No es necesario, le dije.


IV.

Se fue de improviso esa misma tarde, pues no lo vi al llegar del trabajo.

También faltaba un televisor y lo que me quedaba del sueldo que siempre cobro en efectivo.

No necesitas esas cosas, me dejó escrito en un papel, bajo un imán, en el refrigerador.

Tampoco necesitas la verdad, ni que yo te la traiga, concluía.

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