viernes, 4 de mayo de 2018

Quince minutos.


I.

Cuando tenía cerca de ocho años un sacerdote fue a nuestro colegio y nos habló largo rato.

No recuerdo qué nos dijo, pero sí que ofreció, entre otras cosas, poder confesarnos.

Se puso en el kiosco donde vendían golosinas y esperó.

Yo no entendía bien qué era aquello, pero me confesé de todas formas.

Luego de hacerlo, como penitencia, el cura me dio quince minutos de oración.


II.

Si bien nadie me lo dijo, yo entendía que no se permitía repetir rezos, en la oración.

Y claro, quince minutos era mucho tiempo para hablar con Dios.

Lo intente varias veces, cronometrando mis palabras, y no podía superar los tres minutos.

Sobre todo porque el que habla, finalmente, siempre es uno.


III.

Pensé en contarle una película o alguna noticia.

También consideré narrarle alguna anécdota.

Finalmente, comencé hablándole sobre la vez que me perdí siguiendo al camión de la basura.

La historia resultaba divertida y era bastante extensa, pero de pronto me detuve.

Y es que me habían dicho que él ya lo sabía todo.

¿De qué le hablo si ya sabe todo?, me pregunté entonces.

Y no obtuve respuesta.


IV.

Conscientemente al menos, nunca cumplí esa penitencia.

Recuerdo que mi récord llegó apenas hasta los siete minutos.

De hecho, fue aquella vez en que intentaba contarle sobre mi niñez.

El sacerdote no volvió a ir al colegio y yo tampoco volví a confesarme.

Soy impuro, a fin de cuentas, por no poder orar quince minutos.

1 comentario:

  1. me gusta comentarte Me gusta como escribes
    Un abrazo grande para tu blog desde el mio

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