miércoles, 16 de mayo de 2018

Treinta y ocho grados.


El doctor me autoriza a tener treinta y ocho grados.

Me refiero a que dice que en mi caso es normal, y que no lo considere fiebre.

Durante un tiempo pensaron que era una infección o un problema en la sangre.

Ahora simplemente me autorizan a vivir con esta temperatura.

Está atento a demasiados estímulos, me explican luego de un examen.

No puede esperar otra cosa si duerme menos de tres horas, dice otro.

Un tercero añade otras conductas y señala que mi esperanza de vida disminuye de esta forma.

Yo los escucho y analizo sus palabras.

Por momentos pienso que exageran.

No debe ser tan malo vivir con fiebre, me digo.

Entonces me extienden un certificado especial.

Una especie de autorización para vivir con treinta y ocho grados.

O hasta treinta y ocho cinco, aparece con letra pequeña, más abajo.

Debo portarla y presentarla si tengo atención médica.

Pórtela siempre en su billetera unto a sus otros documentos, me dicen.

No les aclaro que no uso billetera y que extravío constantemente, mis escasos documentos.

También me recomiendan unas pastillas para el insomnio.

Incluso uno de los doctores me regala un frasco.

Agradezco, pero intento aclararles que no tengo.

Yo soy el que me mantengo despierto, les digo.

Fabrico mi fiebre.

Siento que es necesaria.

Ellos se miran y no dicen nada.

Uno anota algo en un papel.

Debemos llamar al próximo paciente, comentan.

Yo asiento.

Me pongo de pie y me retiro.

Yo y mis treinta y ocho grados.

Mientras me alejo, pasa el próximo paciente.

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